DESAFIO
Diario Libertad: Rafael Loret de Mola
* Consejeros Aterrados
* La Otra Madre Teresa
* De Plantones y Carpas
Hasta los más acérrimos defensores de la continuidad política, aquellos que justificaron los medios para asegurarse el fin –esto es la permanencia del estado de cosas sobre las voces de quienes se mostraban como graves “peligros” para la insondable estabilidad-, reconocen que la actuación del Consejo Nacional del Instituto Federal Electoral (IFE), y específicamente la de su presidente Luis Carlos Ugalde Ramírez, de costumbres poco ortodoxas además, fue desaseada además de errónea y acabó por ser un detonante político que restó legitimidad política a quien fue señalado como vencedor de la lid comicial de 2006 y habilitó a la sostenida resistencia civil del bando que se siente afrentado.
Si se trata de encontrar las razones de la polarización social, cuyos efectos no es posible determinar todavía con precisión, el primer apartado deben ocuparlo los consejeros electorales que se negaron a abrir criterios, encerrándose en interpretaciones sesgadas y en manoseos de cifras reñidas con la razón, y terminaron sin respuestas, dándose golpes de pecho –para algo les sirve el perfil de monaguillos regañados-, y sin poder detener las secuelas del escándalo. Nada fue gratuito, desde luego.
Asombra, con tales antecedentes, el torpe alegato de Ugalde para intentar su permanencia, y la de los demás consejeros afines, contra la demanda de la mayor parte de los legisladores por separarlos nombrando a otros funcionarios que, cuando menos, no estén bajo sospecha de colusión y amafiamiento. Alega el personaje, el mismo que, sudoroso, prolongó la agonía de las cifras en uno de los momentos que exaltaron la crispación entre los mexicanos al final de la jornada electoral de julio pasado, que si “los partidos” cortan sus cabezas propiciarán la arribazón de nuevos funcionarios “aterrados” por la posibilidad de perder sus encomiendas si se enojan los dirigentes políticos a quienes debieran arbitrar y no lisonjear.
Lo expresado por Ugalde es una confesión, no una defensa. Por una parte, exhibe el torpe intento del personaje de considerarse invulnerable, más bien intocable, por obra y gracia de sus servicios públicos y no de una precaria autonomía que requiere del oxígeno oficial para subsistir, extendiendo con éste, además, las participaciones de ley a los institutos políticos. La correlación habilitaría a los partidos, siguiendo la misma línea de pensamiento de Ugalde, a señalar que no es moral someterse a los designios políticos rectores de un organismo del que dependen económicamente.
Pro también la argumentación cae vertiginosamente en el terreno de las falacias. Si le “aterra” perder su puesto, ello devela que lo trascendente para él es únicamente conservarlo por razones pecuniarias, soslayando con ello los principios torales, incluyendo la autonomía. Esto es si para quedarse es necesario mantenerse en estado de tracia respecto a la estructura gubernamental, ello estaría justificado aun a costa de mantener la colusión con sus fuentes de financiamiento mayor y la consiguiente “buena relación” con el poder central. ¿No es esto suficiente para exhibir sus verdaderos propósitos?
Cualquier funcionario, de cualquier nivel, podría alegar lo mismo para atajar a los auditores permanentes y a cuantos señalen hacia los quebrantos del quehacer público. ¿Cómo gobernar a un pueblo cuando éste exige cuentas a sus gobernantes? A esta interrogante nos reduce, enlazando torpezas, el razonamiento central de Ugalde, el mayor de los chambistas de la nueva era. Y todavía hay más. Abundaremos.
Debate
La arrogancia es, desde luego, el elemento central de la rama entre los nuevos postulantes de la política. Es arrogante Ugalde cuando estima que debe creerse en su rectitud porque él así lo expresa, nada más, considerando “aterrador” que se exija su baja por cuanto significa vulnerar la “autonomía” de una institución bajo sospecha.
También, en el plano de la descomposición partidista, se expresó lo mismo en el Consejo General del PRD cuando se determinó negarle la candidatura al gobierno de Yucatán, que ya ostentaba, a la ex panista y foxista Ana Rosa Payán Cervera: su “arrogancia”, a decir de Leonel Cota, el presidente nacional del partido, le impidió “siquiera dar las gracias” a quienes la habían defendido y postulado inicialmente. Y, por arrogancia igualmente, el emblema y las siglas perredistas causaron baja de la pretendida “coalición” de la ex alcaldesa de Mérida. Por cierto, dos veces cursó como presidenta municipal gracias a sus nexos con las dirigencias de las que ahora se queja con amargura.
Curioso el caso de Ana Rosa quien, en 1990, arropada por el Diario de Yucatán más que por su propio instituto político, fue presentada como una joven y valiosa dama crecida casi en olor a santidad porque, en su adolescencia, fue a la sierra, obviamente fuera de Yucatán, y cargó leña para ayudar a las comunidades indígenas depauperadas. El mencionado cotidiano, sin detenerse en la cursilería, la señaló como un símil, más bien un retrato con perfiles autóctonos, de la venerada Madre Teresa de Calcuta por canto a su disponibilidad para el desprendimiento material y la exaltación del espíritu. Por ello, acaso, no se ha casado ni tal cosa le ocupa mayormente.
Originaria de Campeche –lo que en otros tiempos sirvió de estigma para repudiar a un gobernador, Tomás Marentes, impuesto por el centralismo de Miguel Alemán Valdés-, la señorita Payán pertenece a una familia emprendedora y con apego al trabajo. Su madre, Aurora Cervera de Payán, por cierto, se convirtió en una de las principales proveedoras de la sociedad emeritense con su tienda departamental “Aurorita”. Desde luego, la vocación política se le dio, según el alegato, por su propia inclinación hacia los problemas comunitarios aun cuando el desarrollo de su apretada carrera tuvo a Mérida, en donde los círculos sociales son estrechos y cerrados, como principal escenario. Desde luego, sin el aval de los Menéndez, dueños del Diario, poco habría podido avanzar.
El Reto
De mediana cultura, baja de estatura y estrecho vocabulario –mismo que repite con un apagado sonsonete sureño-, Ana Rosa se convirtió en algo más que la manzana de la discordia. Al columnista, la verdad, le sorprende –y tiene razones personales para expresarlo-, que una figura tan menuda, pobre incluso desde la percepción política, sea capaz de provocar fricciones, cismas y desencuentros mayores entre líderes versados y con alta capacidad de aglutinamiento. Más todavía: es increíble que quien escaló hacia su propia relevancia por la senda de la humildad, como Teresa de Calcuta, sea presentada ahora como numen de la soberbia que no entiende de más razones que las propias. ¿En dónde se perdió su “santidad”?
Desde luego la política infecta, más en una región tan propensa a los cacicazgos de distintos signos, desde sociales hasta informativos sin soslayar los religiosos. El poder se entiende como conquista que no debe perderse en una deformación profunda acaso derivada del proceder gregario con el cual las adustas familias del porfiriato sentaron raíces y continúan proyectándose hacia cargos relevantes desde posiciones partidistas encontradas. A los yucatecos no nos gusta hablar de la “casta divina” pero no puede ocultarse su resistencia histórica.
Ana Rosa es, por tanto, una consecuencia no un factor. En ella encajan, como en un rosario, todas las cuentas pendientes, incluso los rencores y los atavismos, del antiguo localismo regional que se pretende insondable.
La Anécdota
En noviembre y diciembre de 1991, Ana Rosa Payán debió defender su victoria electoral, tras postularse por primera vez a la alcaldía de la capital yucateca, llamando a la “resistencia civil” -¿a qué nos suena ahora?- e instalando una carpa monumental en la Plaza Grande de Mérida para insistir en la urgencia de “limpiar” los comicios e impedir la consumación de un pretendido fraude a favor del cacicazgo cerverista a través de su personero, Herbé Rodríguez Abraham, el candidato del PRI.
* Consejeros Aterrados
* La Otra Madre Teresa
* De Plantones y Carpas
Hasta los más acérrimos defensores de la continuidad política, aquellos que justificaron los medios para asegurarse el fin –esto es la permanencia del estado de cosas sobre las voces de quienes se mostraban como graves “peligros” para la insondable estabilidad-, reconocen que la actuación del Consejo Nacional del Instituto Federal Electoral (IFE), y específicamente la de su presidente Luis Carlos Ugalde Ramírez, de costumbres poco ortodoxas además, fue desaseada además de errónea y acabó por ser un detonante político que restó legitimidad política a quien fue señalado como vencedor de la lid comicial de 2006 y habilitó a la sostenida resistencia civil del bando que se siente afrentado.
Si se trata de encontrar las razones de la polarización social, cuyos efectos no es posible determinar todavía con precisión, el primer apartado deben ocuparlo los consejeros electorales que se negaron a abrir criterios, encerrándose en interpretaciones sesgadas y en manoseos de cifras reñidas con la razón, y terminaron sin respuestas, dándose golpes de pecho –para algo les sirve el perfil de monaguillos regañados-, y sin poder detener las secuelas del escándalo. Nada fue gratuito, desde luego.
Asombra, con tales antecedentes, el torpe alegato de Ugalde para intentar su permanencia, y la de los demás consejeros afines, contra la demanda de la mayor parte de los legisladores por separarlos nombrando a otros funcionarios que, cuando menos, no estén bajo sospecha de colusión y amafiamiento. Alega el personaje, el mismo que, sudoroso, prolongó la agonía de las cifras en uno de los momentos que exaltaron la crispación entre los mexicanos al final de la jornada electoral de julio pasado, que si “los partidos” cortan sus cabezas propiciarán la arribazón de nuevos funcionarios “aterrados” por la posibilidad de perder sus encomiendas si se enojan los dirigentes políticos a quienes debieran arbitrar y no lisonjear.
Lo expresado por Ugalde es una confesión, no una defensa. Por una parte, exhibe el torpe intento del personaje de considerarse invulnerable, más bien intocable, por obra y gracia de sus servicios públicos y no de una precaria autonomía que requiere del oxígeno oficial para subsistir, extendiendo con éste, además, las participaciones de ley a los institutos políticos. La correlación habilitaría a los partidos, siguiendo la misma línea de pensamiento de Ugalde, a señalar que no es moral someterse a los designios políticos rectores de un organismo del que dependen económicamente.
Pro también la argumentación cae vertiginosamente en el terreno de las falacias. Si le “aterra” perder su puesto, ello devela que lo trascendente para él es únicamente conservarlo por razones pecuniarias, soslayando con ello los principios torales, incluyendo la autonomía. Esto es si para quedarse es necesario mantenerse en estado de tracia respecto a la estructura gubernamental, ello estaría justificado aun a costa de mantener la colusión con sus fuentes de financiamiento mayor y la consiguiente “buena relación” con el poder central. ¿No es esto suficiente para exhibir sus verdaderos propósitos?
Cualquier funcionario, de cualquier nivel, podría alegar lo mismo para atajar a los auditores permanentes y a cuantos señalen hacia los quebrantos del quehacer público. ¿Cómo gobernar a un pueblo cuando éste exige cuentas a sus gobernantes? A esta interrogante nos reduce, enlazando torpezas, el razonamiento central de Ugalde, el mayor de los chambistas de la nueva era. Y todavía hay más. Abundaremos.
Debate
La arrogancia es, desde luego, el elemento central de la rama entre los nuevos postulantes de la política. Es arrogante Ugalde cuando estima que debe creerse en su rectitud porque él así lo expresa, nada más, considerando “aterrador” que se exija su baja por cuanto significa vulnerar la “autonomía” de una institución bajo sospecha.
También, en el plano de la descomposición partidista, se expresó lo mismo en el Consejo General del PRD cuando se determinó negarle la candidatura al gobierno de Yucatán, que ya ostentaba, a la ex panista y foxista Ana Rosa Payán Cervera: su “arrogancia”, a decir de Leonel Cota, el presidente nacional del partido, le impidió “siquiera dar las gracias” a quienes la habían defendido y postulado inicialmente. Y, por arrogancia igualmente, el emblema y las siglas perredistas causaron baja de la pretendida “coalición” de la ex alcaldesa de Mérida. Por cierto, dos veces cursó como presidenta municipal gracias a sus nexos con las dirigencias de las que ahora se queja con amargura.
Curioso el caso de Ana Rosa quien, en 1990, arropada por el Diario de Yucatán más que por su propio instituto político, fue presentada como una joven y valiosa dama crecida casi en olor a santidad porque, en su adolescencia, fue a la sierra, obviamente fuera de Yucatán, y cargó leña para ayudar a las comunidades indígenas depauperadas. El mencionado cotidiano, sin detenerse en la cursilería, la señaló como un símil, más bien un retrato con perfiles autóctonos, de la venerada Madre Teresa de Calcuta por canto a su disponibilidad para el desprendimiento material y la exaltación del espíritu. Por ello, acaso, no se ha casado ni tal cosa le ocupa mayormente.
Originaria de Campeche –lo que en otros tiempos sirvió de estigma para repudiar a un gobernador, Tomás Marentes, impuesto por el centralismo de Miguel Alemán Valdés-, la señorita Payán pertenece a una familia emprendedora y con apego al trabajo. Su madre, Aurora Cervera de Payán, por cierto, se convirtió en una de las principales proveedoras de la sociedad emeritense con su tienda departamental “Aurorita”. Desde luego, la vocación política se le dio, según el alegato, por su propia inclinación hacia los problemas comunitarios aun cuando el desarrollo de su apretada carrera tuvo a Mérida, en donde los círculos sociales son estrechos y cerrados, como principal escenario. Desde luego, sin el aval de los Menéndez, dueños del Diario, poco habría podido avanzar.
El Reto
De mediana cultura, baja de estatura y estrecho vocabulario –mismo que repite con un apagado sonsonete sureño-, Ana Rosa se convirtió en algo más que la manzana de la discordia. Al columnista, la verdad, le sorprende –y tiene razones personales para expresarlo-, que una figura tan menuda, pobre incluso desde la percepción política, sea capaz de provocar fricciones, cismas y desencuentros mayores entre líderes versados y con alta capacidad de aglutinamiento. Más todavía: es increíble que quien escaló hacia su propia relevancia por la senda de la humildad, como Teresa de Calcuta, sea presentada ahora como numen de la soberbia que no entiende de más razones que las propias. ¿En dónde se perdió su “santidad”?
Desde luego la política infecta, más en una región tan propensa a los cacicazgos de distintos signos, desde sociales hasta informativos sin soslayar los religiosos. El poder se entiende como conquista que no debe perderse en una deformación profunda acaso derivada del proceder gregario con el cual las adustas familias del porfiriato sentaron raíces y continúan proyectándose hacia cargos relevantes desde posiciones partidistas encontradas. A los yucatecos no nos gusta hablar de la “casta divina” pero no puede ocultarse su resistencia histórica.
Ana Rosa es, por tanto, una consecuencia no un factor. En ella encajan, como en un rosario, todas las cuentas pendientes, incluso los rencores y los atavismos, del antiguo localismo regional que se pretende insondable.
La Anécdota
En noviembre y diciembre de 1991, Ana Rosa Payán debió defender su victoria electoral, tras postularse por primera vez a la alcaldía de la capital yucateca, llamando a la “resistencia civil” -¿a qué nos suena ahora?- e instalando una carpa monumental en la Plaza Grande de Mérida para insistir en la urgencia de “limpiar” los comicios e impedir la consumación de un pretendido fraude a favor del cacicazgo cerverista a través de su personero, Herbé Rodríguez Abraham, el candidato del PRI.
Allí la visité en varias ocasiones mientras recibía a delegaciones de toda la entidad como si, más bien, buscara desde entonces la gubernatura. ¿Por qué extrañarse, entonces, del apoyo inicial que le brindó Andrés Manuel López Obrador, heredero de aquellos mecanismos que el PAN ahora condena? Finalmente, el PRD no quiso abanderar a la señorita Payán. ¿Será porque uno de sus operadores, José Guadarrama Márquez, en su calidad de delegado del PRI en Yucatán, fue el artífice, en 1990, del fraude no consumado contra la señorita Payán? Guadarrama ahora es perredista; y Ana Rosa no logró aglutinar a este partido... “por arrogancia”.
Los adjetivos y las descalificaciones pasan, las ambiciones permanecen.