LA JORNADA EN MICHOACAN
Videocracia y Babel
Víctor Ardura / II y Ultima
Esta nueva hazaña de la manipulación de los medios, y que tiene en el diferendo electoral una prueba definitiva, no obedece a impulsos ciegos –por lo menos no en todos los casos. Las empresas de comunicación, en estos días se han situado en un estamento extraterritorial, por encima del Estado y las instituciones. El poder de la imagen se coloca en el centro de todos los referentes de la vida política y pública. Los necesarios contrapesos –la subordinación que debería poseer frente a la res publica–, es una de las ausencias que todavía están por razonarse en ésta muy lenta transición hacia la democracia.En las primeras discusiones respecto de la objetividad de la prensa en asuntos tan fundamentales como la limpieza electoral, lo que sucede alrededor de ella, la casi totalidad de los medios audiovisuales no han pasado la prueba. Cuando los locutores, con razones pedestres más que informadas, imponen un criterio a la entrevista o diagnostican en el comentario, por cada imagen editada y editorializada que presentan en los espacios informativos, cada vez que el desnivel entre un hecho y sus implicados favorece a uno de los actores, estamos aquí ante un déficit poco favorable para el desarrollo de nuestras instituciones y nuestra democracia.Por eso es preciso arribar al debate sobre los medios. Estamos convencidos de que algún día llegaremos a ese ciclo. ¿Pero cómo hacerlo y qué proponer? De entrada, no ver este asunto con las anteojeras de la imposición. Cada vez que se ha intentado abrir el debate, la quema en leña verde ha sido contumaz y puntual. Desde 1982 a la fecha se han organizado varios foros –que no necesariamente implicaron un debate. Invariablemente los empresarios de medios, en distintos momentos, han ejecutado la campaña del no cada vez que se toca el tema. El problema sigue en el limbo. En este expediente, el de exigir que se cuenten los votos merced a las sospechas de irregularidades en la elección del 2 de julio, nos ha permito ver hasta dónde es urgente empezar la discusión. De alguna manera se ha dado una vuelta de campana y esta nueva libertad, a la luz de la relación entre medios y gobernantes, se ha puesto en boga una autocensura muy similar a la que ejecutaban los escritores españoles del siglo XVI. No es que la Inquisición prohibiera expresamente, sino que el temor social hacia los enunciados de la oscura y terrible institución provocaba actitudes de extrema cautela a la hora de hablar, y muchos más cuando se escribía. Así, Quevedo llegaba en sus pullas hasta donde su capacidad de autocensura se lo permitía, o Cervantes, cuando arremetía contra la libertad de conciencia imperante en la Alemania luterana. Pero a la autocensura se aúna ahora el exceso de comentario, en detrimento del conocimiento real de un problema. Lo que termina siendo, también, una especie de censura. Por tal razón, habría que suponer mayor responsabilidad de periodistas y presentadores de noticias. Pero no ha sucedido así. En un canal local, que se transmite en Michoacán, escuché al poco preparado locutor congratularse porque se daba cabida a todas las voces del conflicto postelectoral. Pudo haber sido cierto. En todo caso, el tiempo destinado a uno y otro actor, en el disenso respecto de las elecciones del 2 de julio, fue desigual, editado y editorializado. Y, por si fuera poco –caricatura de lo que sucede a nivel nacional–, el presentador investido de comentarista minimizó los hechos, ponderó, juzgó, desinformó. Mucha información no confirmada o poco sustentada en fuentes, pasa por gato cuando es liebre.Antes, la desconfianza natural de la población hacia los medios se debía en buena medida a las presiones de los gobiernos hacia las empresas editoras y de comunicación. Ahora, y esto parece intuirlo la ciudadanía, son un conjunto de grupos, integrados por actores de lo público, que han influido parcialmente en el seguimiento de las noticias. La autocensura, ese Dorian Grey del periodismo, tiene todavía sus oficiantes puntuales y golosos.Pero mientras eso sucede, no resta más que exigir una serie de criterios. No existe en la prensa mexicana, ni en lo teórico ni en lo práctico, un mecanismo que garantice el derecho de los lectores y de quienes ven o escuchan noticias. Un ciudadano –ya sea figura pública o feliz indocumentado– que se vea afectado en su imagen por la pluma de un columnista o lo dicho por un comentarista de radio o televisión, puede acudir al incierto trámite del derecho de réplica. Pero ello quedará limitado por la formación o la disposición de la empresa a publicar o dar cabida a la contestación.Si se presenta ante los tribunales, el proceso será largo, engorroso y poco práctico. En el conflicto entre el ser y el deber ser hay una especie de purgatorio, donde la costumbre y el dejar hacer y dejar pasar ha llevado a una serie de encuentros y desencuentros entre la prensa y los actores políticos y sociales. En este renglón es preciso evitar las generalidades. Existen periodistas profesionales, preocupados por la superación del gremio y por su propia definición en el colectivo nacional. Pero también hay muchos para quienes el ejercicio de esta profesión implica altos grados de improvisación, ignorancia y mala fe. Empresarios que están concientes del rol que desempeñan, y otros que ven en la comunicación un escalón para arribar a otros estadios de intereses, tanto mercantiles como políticos.Es por eso que sería deseable un debate abierto e incluyente. Pero mientras eso sucede, bien valdría la pena considerar mecanismos que tardan en funcionar en el país. Se trata de tres apartados que han regulado exitosamente ese sendero lleno de espinas: el estatuto de redacción, el libro de estilo y el defensor de los lectores.Joaquín Estefanía Moreira, fundador del diario español El País, ha dicho que el estatuto de redacción regula aspectos tales como la cláusula de conciencia, el secreto profesional y otorga garantías al periodista contra cualquier posible cambio en la línea editorial del medio. El libro de estilo, amén de establecer las normas mínimas de redacción, apuntala tres objetivos de conducta para el comunicador: los rumores no son noticia, en caso de conflicto hay que escuchar a todas las partes involucradas y los encabezados deben corresponder fielmente al espíritu y contenido de la noticia. Esto es especialmente importante. Los nuevos canales de la televisión de paga llenan sus programas con rumores y basura mediática, en lugar de noticias. En ninguno de sus espacios se les da oportunidad a quienes destrozan para que digan qué piensan sobre tal y tal cosa. En uno de ellos, que tiene vida bajo el signo de la empresa Radio Fórmula, inclusive se ha llegado a insultar al ciudadano que reclama la poca objetividad de los comentaristas (sic). En ningún caso se ha aplicado, por ejemplo, la ley de comunicaciones, y los ofensores siguen al aire.Se nota la ausencia, en estos días, del defensor de los lectores. Esta figura, en algunas empresas –no en México, por desgracia–, garantiza precisamente el derecho de quienes son los depositarios últimos de este proceso, los lectores o, en su caso, los escuchas o televidentes. El defensor es independiente y vigila que el medio se desempeñe de acuerdo con las normas éticas y profesionales del periodismo y, desde luego, asegura el derecho de réplica.Basta voltear al pasado para comprobar que no ha cambiado mucho el papel de la prensa en México. Hace un siglo, el poeta Amado Nervo publicó un artículo bajo el sugestivo titular de Matahonras. Cito un párrafo: “el periodista es un apóstol; el réporter, el réporter estimable, un juez. Está más arriba de todas las preocupaciones; se cierne impasible en medio del escándalo”. Hoy todavía podemos compartir esa visión, sin caer en el riesgo de ser anacrónicos, con ejemplos del entorno inmediato.Los periodistas no son sólo profesionales al servicio de una empresa editora o televisiva. Son depositarios, fundamentalmente, de una responsabilidad pública que en nuestro país todavía no está regulada. En México enfrentamos un proceso muy similar al de Francia: los comunicadores, al dejar de estar bajo la férula del Estado, se han convertido en portadores de posiciones políticas definidas que ya no defienden grupos políticos o al Estado, sino intereses económicos particulares y, en muchos casos, con agenda propia.Los medios han pasado de la edad de la política a la edad de la comunicación corporativa.
LA NOTA
Víctor Ardura / II y Ultima
Esta nueva hazaña de la manipulación de los medios, y que tiene en el diferendo electoral una prueba definitiva, no obedece a impulsos ciegos –por lo menos no en todos los casos. Las empresas de comunicación, en estos días se han situado en un estamento extraterritorial, por encima del Estado y las instituciones. El poder de la imagen se coloca en el centro de todos los referentes de la vida política y pública. Los necesarios contrapesos –la subordinación que debería poseer frente a la res publica–, es una de las ausencias que todavía están por razonarse en ésta muy lenta transición hacia la democracia.En las primeras discusiones respecto de la objetividad de la prensa en asuntos tan fundamentales como la limpieza electoral, lo que sucede alrededor de ella, la casi totalidad de los medios audiovisuales no han pasado la prueba. Cuando los locutores, con razones pedestres más que informadas, imponen un criterio a la entrevista o diagnostican en el comentario, por cada imagen editada y editorializada que presentan en los espacios informativos, cada vez que el desnivel entre un hecho y sus implicados favorece a uno de los actores, estamos aquí ante un déficit poco favorable para el desarrollo de nuestras instituciones y nuestra democracia.Por eso es preciso arribar al debate sobre los medios. Estamos convencidos de que algún día llegaremos a ese ciclo. ¿Pero cómo hacerlo y qué proponer? De entrada, no ver este asunto con las anteojeras de la imposición. Cada vez que se ha intentado abrir el debate, la quema en leña verde ha sido contumaz y puntual. Desde 1982 a la fecha se han organizado varios foros –que no necesariamente implicaron un debate. Invariablemente los empresarios de medios, en distintos momentos, han ejecutado la campaña del no cada vez que se toca el tema. El problema sigue en el limbo. En este expediente, el de exigir que se cuenten los votos merced a las sospechas de irregularidades en la elección del 2 de julio, nos ha permito ver hasta dónde es urgente empezar la discusión. De alguna manera se ha dado una vuelta de campana y esta nueva libertad, a la luz de la relación entre medios y gobernantes, se ha puesto en boga una autocensura muy similar a la que ejecutaban los escritores españoles del siglo XVI. No es que la Inquisición prohibiera expresamente, sino que el temor social hacia los enunciados de la oscura y terrible institución provocaba actitudes de extrema cautela a la hora de hablar, y muchos más cuando se escribía. Así, Quevedo llegaba en sus pullas hasta donde su capacidad de autocensura se lo permitía, o Cervantes, cuando arremetía contra la libertad de conciencia imperante en la Alemania luterana. Pero a la autocensura se aúna ahora el exceso de comentario, en detrimento del conocimiento real de un problema. Lo que termina siendo, también, una especie de censura. Por tal razón, habría que suponer mayor responsabilidad de periodistas y presentadores de noticias. Pero no ha sucedido así. En un canal local, que se transmite en Michoacán, escuché al poco preparado locutor congratularse porque se daba cabida a todas las voces del conflicto postelectoral. Pudo haber sido cierto. En todo caso, el tiempo destinado a uno y otro actor, en el disenso respecto de las elecciones del 2 de julio, fue desigual, editado y editorializado. Y, por si fuera poco –caricatura de lo que sucede a nivel nacional–, el presentador investido de comentarista minimizó los hechos, ponderó, juzgó, desinformó. Mucha información no confirmada o poco sustentada en fuentes, pasa por gato cuando es liebre.Antes, la desconfianza natural de la población hacia los medios se debía en buena medida a las presiones de los gobiernos hacia las empresas editoras y de comunicación. Ahora, y esto parece intuirlo la ciudadanía, son un conjunto de grupos, integrados por actores de lo público, que han influido parcialmente en el seguimiento de las noticias. La autocensura, ese Dorian Grey del periodismo, tiene todavía sus oficiantes puntuales y golosos.Pero mientras eso sucede, no resta más que exigir una serie de criterios. No existe en la prensa mexicana, ni en lo teórico ni en lo práctico, un mecanismo que garantice el derecho de los lectores y de quienes ven o escuchan noticias. Un ciudadano –ya sea figura pública o feliz indocumentado– que se vea afectado en su imagen por la pluma de un columnista o lo dicho por un comentarista de radio o televisión, puede acudir al incierto trámite del derecho de réplica. Pero ello quedará limitado por la formación o la disposición de la empresa a publicar o dar cabida a la contestación.Si se presenta ante los tribunales, el proceso será largo, engorroso y poco práctico. En el conflicto entre el ser y el deber ser hay una especie de purgatorio, donde la costumbre y el dejar hacer y dejar pasar ha llevado a una serie de encuentros y desencuentros entre la prensa y los actores políticos y sociales. En este renglón es preciso evitar las generalidades. Existen periodistas profesionales, preocupados por la superación del gremio y por su propia definición en el colectivo nacional. Pero también hay muchos para quienes el ejercicio de esta profesión implica altos grados de improvisación, ignorancia y mala fe. Empresarios que están concientes del rol que desempeñan, y otros que ven en la comunicación un escalón para arribar a otros estadios de intereses, tanto mercantiles como políticos.Es por eso que sería deseable un debate abierto e incluyente. Pero mientras eso sucede, bien valdría la pena considerar mecanismos que tardan en funcionar en el país. Se trata de tres apartados que han regulado exitosamente ese sendero lleno de espinas: el estatuto de redacción, el libro de estilo y el defensor de los lectores.Joaquín Estefanía Moreira, fundador del diario español El País, ha dicho que el estatuto de redacción regula aspectos tales como la cláusula de conciencia, el secreto profesional y otorga garantías al periodista contra cualquier posible cambio en la línea editorial del medio. El libro de estilo, amén de establecer las normas mínimas de redacción, apuntala tres objetivos de conducta para el comunicador: los rumores no son noticia, en caso de conflicto hay que escuchar a todas las partes involucradas y los encabezados deben corresponder fielmente al espíritu y contenido de la noticia. Esto es especialmente importante. Los nuevos canales de la televisión de paga llenan sus programas con rumores y basura mediática, en lugar de noticias. En ninguno de sus espacios se les da oportunidad a quienes destrozan para que digan qué piensan sobre tal y tal cosa. En uno de ellos, que tiene vida bajo el signo de la empresa Radio Fórmula, inclusive se ha llegado a insultar al ciudadano que reclama la poca objetividad de los comentaristas (sic). En ningún caso se ha aplicado, por ejemplo, la ley de comunicaciones, y los ofensores siguen al aire.Se nota la ausencia, en estos días, del defensor de los lectores. Esta figura, en algunas empresas –no en México, por desgracia–, garantiza precisamente el derecho de quienes son los depositarios últimos de este proceso, los lectores o, en su caso, los escuchas o televidentes. El defensor es independiente y vigila que el medio se desempeñe de acuerdo con las normas éticas y profesionales del periodismo y, desde luego, asegura el derecho de réplica.Basta voltear al pasado para comprobar que no ha cambiado mucho el papel de la prensa en México. Hace un siglo, el poeta Amado Nervo publicó un artículo bajo el sugestivo titular de Matahonras. Cito un párrafo: “el periodista es un apóstol; el réporter, el réporter estimable, un juez. Está más arriba de todas las preocupaciones; se cierne impasible en medio del escándalo”. Hoy todavía podemos compartir esa visión, sin caer en el riesgo de ser anacrónicos, con ejemplos del entorno inmediato.Los periodistas no son sólo profesionales al servicio de una empresa editora o televisiva. Son depositarios, fundamentalmente, de una responsabilidad pública que en nuestro país todavía no está regulada. En México enfrentamos un proceso muy similar al de Francia: los comunicadores, al dejar de estar bajo la férula del Estado, se han convertido en portadores de posiciones políticas definidas que ya no defienden grupos políticos o al Estado, sino intereses económicos particulares y, en muchos casos, con agenda propia.Los medios han pasado de la edad de la política a la edad de la comunicación corporativa.
LA NOTA