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jueves, 3 de enero de 2008

Y siguen tan campantes

Revista Contralínea

En la década de 1970 hubo varios anuncios publicitarios que demostraban la tranquilidad de la vida pública, no obstante lo ocurrido en 1968. Entre ellos, uno de una bebida alcohólica que incitaba a tomarla pues uno seguía “tan campante”. Aún no era la hora de “evitar los excesos” y, por tanto, la medida para la ingesta de güisqui no era necesaria.

La decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), a propósito del atropello a Lydia Cacho, recuerda este capítulo. En la sentencia elaborada por el ministro Juan Silva Meza, queda claramente establecida la conspiración para lastimar a la periodista de la manera más cruel y vil. Autoridades de Puebla –de forma mayoritaria– y de Quintana Roo se coludieron para no sólo encarcelarla sino poner en riesgo su vida. Todo por la presión de dos personas: el muy folclórico en el lenguaje y prepotente a todas horas, Kamel Nacif, y su paisano, Juan Naked.

Ese tipo de acciones no se hubieran producido si Lydia no publica Los demonios del edén, un libro que comentamos en su oportunidad (El Universal, 18 de mayo de 2005) y el cual recibió, curiosamente, poca atención de los que se dedican a reseñar las novedades editoriales.

Fue hasta que detienen a la periodista en Cancún cuando se desata el escándalo y muchos se dan cuenta del material explosivo de Cacho. El libro no sólo denuncia a Kamel y a Juanito sino principalmente a Jean Sucarr Kuri, hoy enjuiciado por pederastia. Aunque también se mencionan como parte de esa red nociva para los infantes a dos personajes en altos puestos: Miguel Ángel Yunes, actual director del ISSSTE, y Emilio Gamboa Patrón, pastor de los diputados del PRI, entre otros.

El asunto es de gran trascendencia y pionero en la materia, por lo que después sabríamos acerca de otro personaje que actuaba en Puebla, el sacerdote Nicolás Aguilar, a quien denuncia otra valiente periodista, Sanjuana Martínez, en su libro Prueba de fe. A ese párroco, no debemos olvidar, se le relaciona con Norberto Rivera, el cardenal primado de nuestro país, quien recientemente ha salido como héroe nacional por la absurda acción de unos supuestos o reales perredistas, quienes se introdujeron en la catedral en protesta por el repique largo de campanas.

El purpurado Rivera, evoquemos, tuvo que declarar, aunque fuera en México, por el interrogatorio que se le sigue a varios clérigos en California, Estados Unidos, a los cuales se les relaciona con el abuso a menores de edad. La corte estadunidense dijo que no tenía atribuciones para llevar a careo a Rivera. El vocero de la arquidiócesis, Hugo Valdemar, insiste en que éste fue exonerado, aunque la causa sigue en pie.

Dos historias aparentemente sin vinculación, pero que tienen en común una de las tragedias más atroces, al tiempo negocio redituable: el tráfico y abuso de menores (en el Distrito Federal se calcula que hay 20 mil víctimas). Lugares como Acapulco, Guerrero, y Cancún, Quintana Roo, son los preferidos a nivel internacional para ese tipo de horribles actividades.

Recientemente Tijuana, Baja California, ha sido señalada como “puente” entre la mafia internacional que controla el cuarto negocio mundial respecto a utilidades monetarias: la explotación infantil (El Universal, 27 de noviembre de 2007).

En México se han detenido a pocos individuos que por medio de internet juegan o comercian con mujeres y, especialmente, niños. No hay hasta el momento un ataque profundo y sistemático a uno de los asuntos que preocupan más a la humanidad, sobre todo en momentos en que la población joven es mayoritaria y tiene en sus manos, literalmente, las decisiones más importantes.

Pero ya sabemos que “de discursos se nubla el cielo” mexicano y las acciones son la excepción que confirma la regla. Urge, por tanto, poner atención en serio a un asunto que degrada a la sociedad.

En el caso de Lydia Cacho, si bien algunos ministros de la Suprema Corte condenaron los ataques y abusos en su contra, no tomaron en cuenta ninguna de sus pruebas acerca de la pederastia. No obstante que, además de su libro, aportó pruebas y testimonios. Entre éstas, una videograbación –que incluso se transmitió en televisión– de Succar Kuri, en la que éste le dice a una de sus víctimas el “tipo” de niñas que le gustan.

Ante eso, el ministro Sergio Salvador Aguirre Anguiano, apoyado por el presidente de la Corte, Guillermo Ortiz Mayagoitia, dijo que no había suficientes pruebas ni elementos para indagar el delito.

Lydia ha sufrido lo indecible y ha emprendido con buen ánimo un proceso largo, difícil, costoso y lento. En la Corte perdió un episodio que le interesaba: impulsar el castigo a esos sujetos que van haciendo más grande el cáncer de la depravación ciudadana.

Es loable que los ministros Juan Silva Meza, en sus investigaciones, y Genaro Góngora Pimentel, en sus argumentos, hayan concluido lo que muchos sabíamos: que a la periodista Cacho se le trató incluso de eliminar, por lo que las autoridades competentes deben investigar a fondo el asunto. Es lamentable que otros ministros sean complacientes en asuntos que requieren de una mayor atención y profundidad en sus investigaciones, aun cuando varios poderosos estén apuntados entre los posibles culpables.

Respecto a la pederastia, la indignación de Lydia Cacho es comprensible y la compartimos. Esta omisión la sufrirán miles que ya han sido abusados y decenas de miles que lo serán, porque el delito no se castiga, ni siquiera se investiga.

Para nuestra sorpresa, no obstante la investigación de Silva Meza y los abundantes testimonios, incluidos los periodísticos, la SCJN resolvió el jueves 29 de noviembre, seis votos contra cuatro, que tampoco habían elementos acerca de la violación a las garantías de la escritora Cacho ni del riesgo que corre su existencia, mucho menos de la coalición de servidores públicos en su contra en el momento de ser aprehendida, trasladada de Cancún a Puebla y encarcelada.

La justicia erró doblemente: en el caso de Lydia y en el de los niños que son abusados sexualmente. Los periodistas no tenemos que hacer nada ante la Corte. Sus decisiones son lentas, tortuosas y parciales.

Como en la década de 1970, quienes cometen delitos y violan las garantías y derechos “siguen tan campantes”. Y la sociedad, indudablemente, vuelve a impacientarse.