Trampa
La reforma electoral aprobada por el Congreso está en un estado crítico por el replanteamiento profundo que significa del órgano electoral, el IFE, cuyos consejeros serán nombrados por negociaciones entre los partidos políticos.
Esta situación puede considerarse desde distintos puntos de vista; señalo dos. El primero es de orden teórico y tiene que ver con el sentido mismo y la forma de operación de un sistema democrático. Desde esta perspectiva puede debatirse cuál es el papel de los partidos políticos como representaciones efectivas de eso que se llama la “voluntad popular”.
El segundo punto de vista es de tipo práctico y atiende al proceso mediante el cual el Congreso realiza la selección de los consejeros y trata de hacer nuevamente operativo al IFE. Esto ocurre, supuestamente, bajo una fórmula que le devuelva la legitimidad que, de hecho, los propios legisladores le han cuestionado con la misma reforma.
En ambos casos podría proponerse una reflexión acerca del camino que va tomando la transición democrática en el país, sus avances y retrocesos y, sobre todo, advertir las circunstancias de un proceso dinámico en el que aún no hay certidumbre alguna en cuanto a la posibilidad de consolidar un régimen político más abierto y una sociedad más decente. Esto quiere decir que, al final, el caso mexicano muestra que sus contradicciones y su fragilidad se extienden mucho más allá de lo que hoy representa el proceso electoral y la reforma que se ha hecho.
Hay una tercera aproximación, que tiene que ver con el papel de los ciudadanos, motivo manifiesto y final de la democracia, según se entiende convencionalmente, aunque no siempre en los hechos. Concierne a lo que pueden apreciar de todo este proceso, al lugar que tienen en las decisiones que afectan las condiciones de su existencia cotidiana. En un Estado democrático esto abarca la relación que se establece con el quehacer político que ejercen los profesionales de esta actividad pero, también, los que representan diversos poderes e intereses. A esto se refiere en última instancia vivir en un país de leyes e instituciones, en una sociedad democrática que, obviamente, siempre difiere del modelo ideal.
El asunto comprende, igualmente, los resultados de dichas prácticas, las que se expresan en las condiciones del bienestar. Y se trata no sólo de aquel bienestar medido en términos económicos, sino el que se manifiesta en la libertad y la seguridad, que no son sólo un par de conceptos abstractos, motivo de disertaciones teóricas, de declaraciones de quienes gobiernan o hacen las leyes, o bien, de amparos de quienes controlan el poder del dinero.
Los partidos políticos han, en efecto, cuestionado los procedimientos y la responsabilidad del IFE en las pasadas elecciones presidenciales. Esto no contribuye, por supuesto, a la legitimidad del gobierno electo en la Corte en 2006 y tampoco devuelve la certeza sobre los procedimientos democráticos, cuando menos los de naturaleza electoral que, de alguna manera, se habían validado en las elecciones de 2000.
Pero no sólo eso, sino que la manera en que se ha procedido para restablecer al IFE, supuesto garante de la validez y legalidad de los procesos electorales, no sólo de la organización y conteo de los votos, sino del curso de las campañas políticas, muestra el carácter de la institucionalidad política que tenemos.
Hoy queda la impresión de que a los ciudadanos se les ha tendido una trampa democrática o, más bien, sin indirectas, antidemocrática. El Congreso parece, ahora, nuevamente como aquellos dominados largamente y hasta no hace mucho tiempo, más bien demasiado poco, por el PRI. En este partido prevalecen prácticamente los mismos rasgos, instintos, comportamientos, tácticas; los mismos operadores políticos con iguales pronunciamientos, tics y manías.
Pero ahora, todo esto queda convenientemente dividido en tres. Un PRI reflejado en una sala de espejos de manera repetida innumerablemente. Un PRI tripartita que acomoda el sistema político a su conveniencia funcionando con otras dos denominaciones, como un sistema de organización de negocios. Así, de una derecha política ilustrada no aparece nada por el lado del PAN, de una izquierda partidaria con proyecto y visión tampoco desde el lado del PRD.
La trampa va en la dirección de crear un IFE a modo de los partidos, un órgano emanado de los compromisos y de las aspiraciones personales de sus líderes, lo que lleva a los descréditos casi a priori de los postulantes y según las conveniencias hasta llegar a los que sirvan mejor: ¿a quién?
El IFE no puede ser una entidad sometida a deudas ni, tampoco, a un lugar para obtener canonjías políticas y privilegios económicos. Ahí puede estar el origen del colapso del actual instituto. Flaca democracia se construye luego de la experiencia de la lucha política que derivó en la elección pasada.
Entre la reforma electoral y la judicial, la procuración de justicia, los fallos de la Suprema Corte, el virtual estancamiento económico, la inseguridad pública rampante y la falta de iniciativas relevantes de parte del gobierno va siendo cada vez más claro el rumbo que toma el país.
Esta situación puede considerarse desde distintos puntos de vista; señalo dos. El primero es de orden teórico y tiene que ver con el sentido mismo y la forma de operación de un sistema democrático. Desde esta perspectiva puede debatirse cuál es el papel de los partidos políticos como representaciones efectivas de eso que se llama la “voluntad popular”.
El segundo punto de vista es de tipo práctico y atiende al proceso mediante el cual el Congreso realiza la selección de los consejeros y trata de hacer nuevamente operativo al IFE. Esto ocurre, supuestamente, bajo una fórmula que le devuelva la legitimidad que, de hecho, los propios legisladores le han cuestionado con la misma reforma.
En ambos casos podría proponerse una reflexión acerca del camino que va tomando la transición democrática en el país, sus avances y retrocesos y, sobre todo, advertir las circunstancias de un proceso dinámico en el que aún no hay certidumbre alguna en cuanto a la posibilidad de consolidar un régimen político más abierto y una sociedad más decente. Esto quiere decir que, al final, el caso mexicano muestra que sus contradicciones y su fragilidad se extienden mucho más allá de lo que hoy representa el proceso electoral y la reforma que se ha hecho.
Hay una tercera aproximación, que tiene que ver con el papel de los ciudadanos, motivo manifiesto y final de la democracia, según se entiende convencionalmente, aunque no siempre en los hechos. Concierne a lo que pueden apreciar de todo este proceso, al lugar que tienen en las decisiones que afectan las condiciones de su existencia cotidiana. En un Estado democrático esto abarca la relación que se establece con el quehacer político que ejercen los profesionales de esta actividad pero, también, los que representan diversos poderes e intereses. A esto se refiere en última instancia vivir en un país de leyes e instituciones, en una sociedad democrática que, obviamente, siempre difiere del modelo ideal.
El asunto comprende, igualmente, los resultados de dichas prácticas, las que se expresan en las condiciones del bienestar. Y se trata no sólo de aquel bienestar medido en términos económicos, sino el que se manifiesta en la libertad y la seguridad, que no son sólo un par de conceptos abstractos, motivo de disertaciones teóricas, de declaraciones de quienes gobiernan o hacen las leyes, o bien, de amparos de quienes controlan el poder del dinero.
Los partidos políticos han, en efecto, cuestionado los procedimientos y la responsabilidad del IFE en las pasadas elecciones presidenciales. Esto no contribuye, por supuesto, a la legitimidad del gobierno electo en la Corte en 2006 y tampoco devuelve la certeza sobre los procedimientos democráticos, cuando menos los de naturaleza electoral que, de alguna manera, se habían validado en las elecciones de 2000.
Pero no sólo eso, sino que la manera en que se ha procedido para restablecer al IFE, supuesto garante de la validez y legalidad de los procesos electorales, no sólo de la organización y conteo de los votos, sino del curso de las campañas políticas, muestra el carácter de la institucionalidad política que tenemos.
Hoy queda la impresión de que a los ciudadanos se les ha tendido una trampa democrática o, más bien, sin indirectas, antidemocrática. El Congreso parece, ahora, nuevamente como aquellos dominados largamente y hasta no hace mucho tiempo, más bien demasiado poco, por el PRI. En este partido prevalecen prácticamente los mismos rasgos, instintos, comportamientos, tácticas; los mismos operadores políticos con iguales pronunciamientos, tics y manías.
Pero ahora, todo esto queda convenientemente dividido en tres. Un PRI reflejado en una sala de espejos de manera repetida innumerablemente. Un PRI tripartita que acomoda el sistema político a su conveniencia funcionando con otras dos denominaciones, como un sistema de organización de negocios. Así, de una derecha política ilustrada no aparece nada por el lado del PAN, de una izquierda partidaria con proyecto y visión tampoco desde el lado del PRD.
La trampa va en la dirección de crear un IFE a modo de los partidos, un órgano emanado de los compromisos y de las aspiraciones personales de sus líderes, lo que lleva a los descréditos casi a priori de los postulantes y según las conveniencias hasta llegar a los que sirvan mejor: ¿a quién?
El IFE no puede ser una entidad sometida a deudas ni, tampoco, a un lugar para obtener canonjías políticas y privilegios económicos. Ahí puede estar el origen del colapso del actual instituto. Flaca democracia se construye luego de la experiencia de la lucha política que derivó en la elección pasada.
Entre la reforma electoral y la judicial, la procuración de justicia, los fallos de la Suprema Corte, el virtual estancamiento económico, la inseguridad pública rampante y la falta de iniciativas relevantes de parte del gobierno va siendo cada vez más claro el rumbo que toma el país.