Sucesión en el IFE… ¿Y Los Pinos?
En línea directa
Quienes defienden haber postergado la designación de los consejeros del IFE dicen que es mejor alargar las negociaciones que repetir el error del 2003, en el que el PRD quedó fuera de ellas, lo que sirvió a su candidato para impugnar no sólo el proceso, sino el carácter imparcial del árbitro electoral. En eso tienen razón.
La pregunta que debemos hacernos los ciudadanos es si este aplazamiento va a servir para que, a la postre, quienes entren a formar parte del Consejo General del IFE lleguen con el consenso de las tres principales fuerzas políticas. En otras palabras, si servirá para ajustar posturas o solamente para evidenciar inflexibilidades.
Creo que para encontrar la respuesta hay que buscar en dos lados. En las dirigencias partidistas y en la Presidencia de la República.
En la negociación de 1995 teníamos, a la cabeza de los tres principales partidos, a tres figuras que pueden ser criticadas, pero a las que todo mundo reconoce enorme capacidad intelectual y de diálogo: Santiago Oñate, Carlos Castillo Peraza y Porfirio Muñoz Ledo. Cada uno de ellos tenía hegemonía efectiva en su partido. Por otra parte, el Ejecutivo estaba interesado genuinamente en que la reforma que impulsó llegara a buen puerto. El resultado fue el Consejo que presidió José Woldenberg y que —a pesar de que estaba lejos de ser políticamente puro— hoy es fuente de gran nostalgia.
Para el 2003, las dirigencias partidarias no eran del mismo tamaño político: Roberto Madrazo en el PRI, Luis Felipe Bravo Mena en el PAN y Leonel Godoy en el PRD tenían que enfrentar, cada uno a su manera, una notable disidencia interna. Godoy acababa de llegar como interino para sustituir a Rosario Robles y, para esas fechas era evidente que el nuevo poder fáctico se llamaba Andrés Manuel López Obrador.
Por su parte, el Ejecutivo estaba muy interesado en privilegiar la relación con el PRI, que —bajo la guía de Madrazo— vendía a precio de oro ya no el espejito, sino el espejismo de su apoyo para las famosas “reformas estructurales”. El PAN, pero sobre todo el gobierno, cedió ante las presiones del tricolor, el sol azteca quedó fuera de la jugada —cosa que también estaba dentro de los intereses de AMLO— y el ganador pírrico fue Madrazo, quien no controlaba a su bancada. El resultado fue el Consejo que presidió Luis Carlos Ugalde, cuyo tamaño se ha visto de nuevo en los problemas para designar interino.
Hoy tenemos que el peso de las dirigencias nacionales partidistas ha disminuido, y ha crecido el de los legisladores. En ese contexto, el PRI tiene tres dirigentes y ni uno solo verdadero. Paredes, Beltrones y Gamboa ven por su propio santo. Acción Nacional apenas acaba de estrenar dirigencia, y no queda clara —a pesar de la confirmación— la fluidez de la relación entre ésta y los coordinadores parlamentarios.
Pero el PRI y el PAN son lechos de rosas a comparación del PRD. Su dirigente nacional tiene un peso ínfimo y cada uno de los coordinadores parlamentarios debe responder a las presiones de las distintas corrientes. Encima de todos ellos, la capacidad de chantaje de López Obrador, las amenazas veladas para fraccionar el partido y el proceso de sucesión interna crean una situación en la que es difícil hacer política constructiva: cualquier movimiento es sujeto a cuestionamientos; cualquier negociación que no avale El Peje —que no avala ninguna— equivale a traición.
Para completar el panorama, al Ejecutivo Federal parece importarle poco el proceso. Bajo la consigna de la división entre poderes, traducida en el calderonismo por “dejar hacer, dejar pasar”, ha tenido una actitud pasiva, al menos a los ojos de los observadores, sobre un tema que puede afectar en el mediano plazo la gobernabilidad del país.
En esas condiciones, algo que debería ser muy sencillo —escoger a tres ciudadanos preparados, honestos y equidistantes de los partidos— se ha convertido en un jeroglífico imposible.
Los argumentos que ha esgrimido el PRD son signo de que la intolerancia está lejos de ser desterrada en ese partido. Por una parte, las frases —dichas en varios tonos— que profetizan el apocalipsis de la credibilidad electoral en caso de que ellos no estén de acuerdo. Por la otra, han dejado claro que “estar de acuerdo” significa que Genaro Góngora sea consejero presidente y nada menos.
Yo no sé si el magistrado Góngora sería o no un magnífico consejero presidente del IFE. Lo que sé es que hay que interpretar las leyes de una manera muy laxa para que pueda serlo dejando vacante un puesto en la Suprema Corte. También sé que la terquedad con la que un partido ha manejado su nombre es un pésimo precedente: suena a “posición política”. Y, finalmente, sé que el Factor Góngora ha sido el principal obstáculo para que los partidos grandes lleguen a acuerdos.
En las próximas semanas veremos varias cosas: veremos si el coordinador de los diputados del PRD es tal, o sólo un mensajero con las manos atadas; veremos si el personaje que ha sido la manzana de la discordia en estos desencuentros insiste en su deseo de presidir el IFE; veremos si el sol azteca se sigue doblegando a los designios de Andrés Manuel —quien gana cada vez que una institución democrática se debilita— y, sobre todo, veremos si en Los Pinos deciden que el del IFE es un problema de interés nacional y actúan en consecuencia.
Los próximos consejeros llegarán a un IFE debilitado, no sólo por las adecuaciones legales, sino por este impasse penoso. Doble tarea para ellos, que deberán ayudar a que el prestigio se recupere. Razón de más para que la elección sea sabia.
No es deseable que las mayorías parlamentarias hagan un acuerdo sin el PRD. Pero menos lo es que se sometan a un chantaje sin fin, sin recibir a cambio ni la más mínima seguridad.
Quienes defienden haber postergado la designación de los consejeros del IFE dicen que es mejor alargar las negociaciones que repetir el error del 2003, en el que el PRD quedó fuera de ellas, lo que sirvió a su candidato para impugnar no sólo el proceso, sino el carácter imparcial del árbitro electoral. En eso tienen razón.
La pregunta que debemos hacernos los ciudadanos es si este aplazamiento va a servir para que, a la postre, quienes entren a formar parte del Consejo General del IFE lleguen con el consenso de las tres principales fuerzas políticas. En otras palabras, si servirá para ajustar posturas o solamente para evidenciar inflexibilidades.
Creo que para encontrar la respuesta hay que buscar en dos lados. En las dirigencias partidistas y en la Presidencia de la República.
En la negociación de 1995 teníamos, a la cabeza de los tres principales partidos, a tres figuras que pueden ser criticadas, pero a las que todo mundo reconoce enorme capacidad intelectual y de diálogo: Santiago Oñate, Carlos Castillo Peraza y Porfirio Muñoz Ledo. Cada uno de ellos tenía hegemonía efectiva en su partido. Por otra parte, el Ejecutivo estaba interesado genuinamente en que la reforma que impulsó llegara a buen puerto. El resultado fue el Consejo que presidió José Woldenberg y que —a pesar de que estaba lejos de ser políticamente puro— hoy es fuente de gran nostalgia.
Para el 2003, las dirigencias partidarias no eran del mismo tamaño político: Roberto Madrazo en el PRI, Luis Felipe Bravo Mena en el PAN y Leonel Godoy en el PRD tenían que enfrentar, cada uno a su manera, una notable disidencia interna. Godoy acababa de llegar como interino para sustituir a Rosario Robles y, para esas fechas era evidente que el nuevo poder fáctico se llamaba Andrés Manuel López Obrador.
Por su parte, el Ejecutivo estaba muy interesado en privilegiar la relación con el PRI, que —bajo la guía de Madrazo— vendía a precio de oro ya no el espejito, sino el espejismo de su apoyo para las famosas “reformas estructurales”. El PAN, pero sobre todo el gobierno, cedió ante las presiones del tricolor, el sol azteca quedó fuera de la jugada —cosa que también estaba dentro de los intereses de AMLO— y el ganador pírrico fue Madrazo, quien no controlaba a su bancada. El resultado fue el Consejo que presidió Luis Carlos Ugalde, cuyo tamaño se ha visto de nuevo en los problemas para designar interino.
Hoy tenemos que el peso de las dirigencias nacionales partidistas ha disminuido, y ha crecido el de los legisladores. En ese contexto, el PRI tiene tres dirigentes y ni uno solo verdadero. Paredes, Beltrones y Gamboa ven por su propio santo. Acción Nacional apenas acaba de estrenar dirigencia, y no queda clara —a pesar de la confirmación— la fluidez de la relación entre ésta y los coordinadores parlamentarios.
Pero el PRI y el PAN son lechos de rosas a comparación del PRD. Su dirigente nacional tiene un peso ínfimo y cada uno de los coordinadores parlamentarios debe responder a las presiones de las distintas corrientes. Encima de todos ellos, la capacidad de chantaje de López Obrador, las amenazas veladas para fraccionar el partido y el proceso de sucesión interna crean una situación en la que es difícil hacer política constructiva: cualquier movimiento es sujeto a cuestionamientos; cualquier negociación que no avale El Peje —que no avala ninguna— equivale a traición.
Para completar el panorama, al Ejecutivo Federal parece importarle poco el proceso. Bajo la consigna de la división entre poderes, traducida en el calderonismo por “dejar hacer, dejar pasar”, ha tenido una actitud pasiva, al menos a los ojos de los observadores, sobre un tema que puede afectar en el mediano plazo la gobernabilidad del país.
En esas condiciones, algo que debería ser muy sencillo —escoger a tres ciudadanos preparados, honestos y equidistantes de los partidos— se ha convertido en un jeroglífico imposible.
Los argumentos que ha esgrimido el PRD son signo de que la intolerancia está lejos de ser desterrada en ese partido. Por una parte, las frases —dichas en varios tonos— que profetizan el apocalipsis de la credibilidad electoral en caso de que ellos no estén de acuerdo. Por la otra, han dejado claro que “estar de acuerdo” significa que Genaro Góngora sea consejero presidente y nada menos.
Yo no sé si el magistrado Góngora sería o no un magnífico consejero presidente del IFE. Lo que sé es que hay que interpretar las leyes de una manera muy laxa para que pueda serlo dejando vacante un puesto en la Suprema Corte. También sé que la terquedad con la que un partido ha manejado su nombre es un pésimo precedente: suena a “posición política”. Y, finalmente, sé que el Factor Góngora ha sido el principal obstáculo para que los partidos grandes lleguen a acuerdos.
En las próximas semanas veremos varias cosas: veremos si el coordinador de los diputados del PRD es tal, o sólo un mensajero con las manos atadas; veremos si el personaje que ha sido la manzana de la discordia en estos desencuentros insiste en su deseo de presidir el IFE; veremos si el sol azteca se sigue doblegando a los designios de Andrés Manuel —quien gana cada vez que una institución democrática se debilita— y, sobre todo, veremos si en Los Pinos deciden que el del IFE es un problema de interés nacional y actúan en consecuencia.
Los próximos consejeros llegarán a un IFE debilitado, no sólo por las adecuaciones legales, sino por este impasse penoso. Doble tarea para ellos, que deberán ayudar a que el prestigio se recupere. Razón de más para que la elección sea sabia.
No es deseable que las mayorías parlamentarias hagan un acuerdo sin el PRD. Pero menos lo es que se sometan a un chantaje sin fin, sin recibir a cambio ni la más mínima seguridad.