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martes, 20 de noviembre de 2007

Las campanas violentas

Pedro Miguel

Desde el año 312, los amasiatos de los jerarcas cristianos con el poder terrenal han quedado sellados por el signo de la violencia. En esa fecha, el implacable Constantino ganó batallas inspirado por un célebre delirio en el que se le apareció una cruz en el cielo y una leyenda: Hoc signum vinceras, “con este signo vencerás”. Desde entonces, obispos y arzobisos urdieron y acompañaron guerras en las que muchos millones de infelices marchaban a la muerte guiados por el Crismón, estandarte inspirado en el nombre de un pobre judío crucificado tres siglos antes por predicar la paz y la bondad entre los prójimos.

Los amos de la Iglesia son pioneros en la conformación de un discurso oficial hipócrita y orwelliano: hacen la guerra en nombre de la paz, predican castidad en el púlpito y fornican o violan atrás del altar mayor, alaban la generosidad y practican la codicia extrema, hablan de comprensión y piedad mientras persiguen con saña a quienes no piensan como ellos.

Pero esa hipocresía no alcanza para tapar el deseo de violencia que cunde entre buena parte de los máximos funcionarios del catolicismo mexicano. Hace ya tiempo que andan en el negocio de la provocación y no dudan en convocar a cruzadas contra las campañas de prevención del sida, contra las sociedades de convivencia, contra la despenalización del aborto. En todos esos casos se han quedado con las ganas, porque los fieles no son tontos: tienen claras las diferencias entre un confesor y un ginecólogo, entre un cardenal y un dirigente político, y entre una conferencia episcopal y un órgano legislativo, y hacen muy poco caso, o ninguno, a las arengas de sus mentores espirituales. El deseo revanchista de los dirigentes católicos y su afán de confrontar ha sido frustrado, además, por la coherencia institucional de los actos de modernización social emprendidos en la capital de la República y por la vocación pacifista de un movimiento social de resistencia que no quiere ahorcar curas, sino que se haga justicia y esclarecimiento legal ante la impunidad judicial que disfruta el alto clero, parte integrante de la oligarquía en el poder.

La provocación más reciente fue lanzada el domingo, desde el campanario de la Catedral, sobre la concentración lopezobradorista que tenía lugar en el Zócalo capitalino. En tiempos recientes, las autoridades del templo han cancelado varias veces el culto dominical. En ocasión de concentraciones de la coalición Por el Bien de Todos, en julio de 2006, la arquidiócesis “tomó la decisión de suspender la misa ante la concentración prevista a esa hora, por lo que era necesario garantizar la seguridad de las familias que cada domingo asisten a la celebración eucarística”. Precisó que la medida no tenía tintes políticos, sino que se adoptaba para evitar que las “muchas personas discapacitadas que asisten a misa de mediodía” se metieran en el tumulto, y resaltó que “ésta no es la primera vez que se suspende dicha celebración religiosa, ya que en otras ocasiones, en las que ha coincidido con algunos festejos como la celebración de las fiestas patrias, se ha llegado a no oficiar misa”. (La Razón, 16 de julio de 2006). El domingo ni siquiera era necesario cancelar nada: habría bastado con hacer sonar las campanas en forma mínimamente respetuosa. Pero lo que se escuchó en la plaza no fue “el repique ordinario de la celebración del domingo”, sino una irrupción bravucona; no fue un llamado a misa, sino una exhortación a la madriza.

¿Por qué ese afán de opacar a golpes de badajo, durante 12 minutos, la voz más íntegra, valerosa y humanitaria que hay en el país, que es la de doña Rosario Ibarra de Piedra? Da la impresión de que algún jerarca soñaba con que la resistencia civil incendiara el templo, o cuando menos descuartizara a algún monaguillo, no para dar carne de cañón a las beatificaciones, sino para conseguir la deseada evidencia de que la Convención Nacional Democrática es una horda de peligrosos delincuentes. Pero en el recinto no hubo linchamientos ni violencia, ni mucho menos “terrorismo”, como afirmaron los administradores catedralicios, sino un breve intercambio de mentadas de madre entre la escasa feligresía y el grupito de exaltados (o de infiltrados) que se metió a la iglesia para exigir que se pusiera fin al ruido.

De todos modos, el guión siguió su marcha y de inmediato la jauría de “comunicadores” del oficialismo se rasgó las vestiduras y dio curso, ante micrófonos y cámaras y en primeras planas, al escándalo: profanación, sacrilegio, intolerancia, violación a la libertad de culto. El llamado lopezobradorista a defender la industria petrolera de las gulas privatizadoras del régimen fue desplazado como nota central, y en su lugar se ofreció al público el espectáculo inexistente de una grave agresión anticlerical.

El incidente obliga a recordar la guerra de decibeles que la presidencia espuria lanzó el 15 de septiembre contra la celebración del Grito de los Libres y el hostigamiento verbal sistemático del gobierno federal contra las autoridades capitalinas: paradoja o no, quien salió parecido a Hugo Chávez en lo pendenciero y picapleitos no fue Andrés Manuel, sino Felipe de Jesús, acompañado ahora en sus tácticas provocadoras por los que tienen el mando de la jerarquía católica.

Ojalá que no se sigan equivocando el uno y los otros. Este domingo, la plancha del Zócalo se pobló de gente representativa de la sociedad mexicana, que en su mayoría es creyente y en su mayor parte católica. Y así como este gobierno no va a lograr la legitimidad que le falta con modales de sacalepunta, los jerarcas eclesiásticos que le acompañan no conseguirán arrastrar a la violencia y a la división a una feligresía mucho más apegada que ellos a los valores cristianos, empezando por el del apego a la paz.