Dónde Está El Gobierno?
Editorial de la Jornada
Según versiones oficiales, unas 500 mil personas han resultado damnificadas en Tabasco a causa de las inundaciones provocadas por las lluvias torrenciales de los días pasados en el sureste del país y por el desbordamiento de más de siete ríos, entre los que se incluyen el Grijalva y el Carrizal. En las horas recientes la situación se ha tornado particularmente crítica: la zona centro de Villahermosa, la capital de la entidad, ha sido desalojada y persiste entre la población el temor al desabasto de víveres que, combinado con el colapso de las vías de comunicación para hacer llegar a la zona la ayuda necesaria, se traduciría en una catástrofe mucho peor de la que ya se padece. En el contexto de su visita por el estado, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, afirmó que su gobierno apoyará a los afectados “hasta donde humanamente sea posible”, e instó a los secretarios de la Defensa Nacional y de la Marina-Armada de México a aumentar el número de efectivos para las tareas de apoyo en las zonas de desastre, sin importar que ello obligue a reducir la intensidad de “otros operativos”.
Hasta el momento se ha logrado evitar la pérdida de vidas humanas. Pero la circunstancia desesperada por la que pasan cientos de miles de mexicanos afectados –que persistirá y acaso se agudizará incluso cuando descienda el nivel de los ríos y desaparezcan las inundaciones– ha puesto de manifiesto, una vez más, la falta de planificación, la negligencia, la vocación de indiferencia hacia el sufrimiento humano y demás omisiones en tareas que no son discrecionales sino obligatorias como parte del ejercicio de gobierno en todos sus niveles.
Desde luego, los desastres naturales son inevitables. Sin embargo, sí es posible evitar las catástrofes humanas. La tragedia de los damnificados tabasqueños, al igual que las que han padecido muchos otros habitantes de diversas regiones del país en circunstancias análogas, son, en buena medida, consecuencia de un sistema político-económico que devalúa la vida humana y que, en la lógica de un pragmatismo corrupto y especulador, tiende a distribuir de manera inequitativa los riesgos de los fenómenos naturales, casi siempre en perjuicio de los sectores más desprotegidos.
La falta de recursos económicos y de oportunidades orilla a los más pobres a asentarse en las zonas de mayor riesgo. Esta situación es aprovechada por especuladores inmobiliarios y las mafias clientelares que lucran con la necesidad de la gente y comercializan vivienda de bajo costo en sitios que debieran ser considerados inhabitables, como las riberas de los ríos, los bordes de las cañadas o los terrenos sobre minas. Como consecuencia, son los sectores más depauperados de la población, los que ya se encuentran damnificados por la catastrófica política económica vigente, quienes sufren con mayor intensidad el golpe de los fenómenos meteorológicos: la pobreza multiplica los efectos devastadores de las catástrofes naturales.
Un factor agravante es la indolencia gubernamental hacia el sufrimiento de la población, alimentada por una visión utilitarista de la vida humana: en muchas ocasiones se ha hecho patente la corrupción de autoridades en el manejo de los recursos de emergencia a las víctimas de los desastres naturales, y se ha evidenciado la insultante manipulación política del sufrimiento de la población.
El actual grupo en el poder ha exhibido, de manera sistemática, que carece de un proyecto de desarrollo nacional centrado en el bienestar y la seguridad de la población. De ello da cuenta la situación desoladora que prevalece en el sureste del país: en lugar de prevenir las consecuencias ahora presentes en Tabasco, la atención del gobierno ha sido desviada hacia otros asuntos, como la llamada “guerra contra el narcotráfico”, la criminalización y el hostigamiento de expresiones legítimas de descontento social y la entrega de los bienes nacionales a manos privadas. La fuerza del Estado, invocada con insistencia para golpear movimientos ciudadanos opositores y para emprender guerras más bien fantasmagóricas contra la delincuencia, no se ve por ningún lado –a no ser en las fotos de las giras presidenciales–, cuando se hace imperativo asistir a mexicanos en situación desesperada.
Según versiones oficiales, unas 500 mil personas han resultado damnificadas en Tabasco a causa de las inundaciones provocadas por las lluvias torrenciales de los días pasados en el sureste del país y por el desbordamiento de más de siete ríos, entre los que se incluyen el Grijalva y el Carrizal. En las horas recientes la situación se ha tornado particularmente crítica: la zona centro de Villahermosa, la capital de la entidad, ha sido desalojada y persiste entre la población el temor al desabasto de víveres que, combinado con el colapso de las vías de comunicación para hacer llegar a la zona la ayuda necesaria, se traduciría en una catástrofe mucho peor de la que ya se padece. En el contexto de su visita por el estado, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, afirmó que su gobierno apoyará a los afectados “hasta donde humanamente sea posible”, e instó a los secretarios de la Defensa Nacional y de la Marina-Armada de México a aumentar el número de efectivos para las tareas de apoyo en las zonas de desastre, sin importar que ello obligue a reducir la intensidad de “otros operativos”.
Hasta el momento se ha logrado evitar la pérdida de vidas humanas. Pero la circunstancia desesperada por la que pasan cientos de miles de mexicanos afectados –que persistirá y acaso se agudizará incluso cuando descienda el nivel de los ríos y desaparezcan las inundaciones– ha puesto de manifiesto, una vez más, la falta de planificación, la negligencia, la vocación de indiferencia hacia el sufrimiento humano y demás omisiones en tareas que no son discrecionales sino obligatorias como parte del ejercicio de gobierno en todos sus niveles.
Desde luego, los desastres naturales son inevitables. Sin embargo, sí es posible evitar las catástrofes humanas. La tragedia de los damnificados tabasqueños, al igual que las que han padecido muchos otros habitantes de diversas regiones del país en circunstancias análogas, son, en buena medida, consecuencia de un sistema político-económico que devalúa la vida humana y que, en la lógica de un pragmatismo corrupto y especulador, tiende a distribuir de manera inequitativa los riesgos de los fenómenos naturales, casi siempre en perjuicio de los sectores más desprotegidos.
La falta de recursos económicos y de oportunidades orilla a los más pobres a asentarse en las zonas de mayor riesgo. Esta situación es aprovechada por especuladores inmobiliarios y las mafias clientelares que lucran con la necesidad de la gente y comercializan vivienda de bajo costo en sitios que debieran ser considerados inhabitables, como las riberas de los ríos, los bordes de las cañadas o los terrenos sobre minas. Como consecuencia, son los sectores más depauperados de la población, los que ya se encuentran damnificados por la catastrófica política económica vigente, quienes sufren con mayor intensidad el golpe de los fenómenos meteorológicos: la pobreza multiplica los efectos devastadores de las catástrofes naturales.
Un factor agravante es la indolencia gubernamental hacia el sufrimiento de la población, alimentada por una visión utilitarista de la vida humana: en muchas ocasiones se ha hecho patente la corrupción de autoridades en el manejo de los recursos de emergencia a las víctimas de los desastres naturales, y se ha evidenciado la insultante manipulación política del sufrimiento de la población.
El actual grupo en el poder ha exhibido, de manera sistemática, que carece de un proyecto de desarrollo nacional centrado en el bienestar y la seguridad de la población. De ello da cuenta la situación desoladora que prevalece en el sureste del país: en lugar de prevenir las consecuencias ahora presentes en Tabasco, la atención del gobierno ha sido desviada hacia otros asuntos, como la llamada “guerra contra el narcotráfico”, la criminalización y el hostigamiento de expresiones legítimas de descontento social y la entrega de los bienes nacionales a manos privadas. La fuerza del Estado, invocada con insistencia para golpear movimientos ciudadanos opositores y para emprender guerras más bien fantasmagóricas contra la delincuencia, no se ve por ningún lado –a no ser en las fotos de las giras presidenciales–, cuando se hace imperativo asistir a mexicanos en situación desesperada.