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jueves, 31 de mayo de 2007

DETRAS DE LA NOTICIA

Ricardo Rocha

Legalicemos las drogas

Como en todo crimen, primero hay que averiguar quién es el beneficiario, luego hay que seguir la ruta del dinero. En el caso del narcotráfico sólo los ciegos por interés se niegan a ver que son las grandes mafias del crimen organizado quienes se enriquecen escandalosamente con los dineros de las drogas ilegales: las que producen en Colombia, Bolivia o Perú, las que transportan -a través de México- a Estados Unidos y quienes en ese territorio distribuyen al menudeo. En este punto, la gran hipocresía ha sido culpar a productores y abastecedores latinos y hacerse de la vista gorda adentro de las fronteras. Ahí la distribución es una red gigantesca en la que necesariamente están involucrados jueces, policías y altos funcionarios públicos, muchos de ellos gringos prototípicos rubicundos aunque Hollywood nos haya vendido muy bien a Caracortada .

El caso es que para unos y otros la droga es el gran negocio: cuentas elementales lo estiman en 500 mil millones de dólares al año; 350 mil en el consumo estadounidense; 100 mil para los productores y 50 mil millones de dólares para los cárteles mexicanos. Es mucho dinero. Para matar por él, corromperse por él y traicionar por él, hasta los principios.

Por eso la guerra del narco es una guerra perdida. Porque el poder corruptor del dinero sucio es gigantesco y está en todas partes. Sobre todo, claro, en las áreas más sensibles y estratégicas que se supone debían combatir al narcotráfico. También por eso en México hay un "cártel del gobierno". Donde están metidos altos funcionarios públicos del gobierno federal, legisladores federales y locales, mandos medios y altos del Ejército, agentes judiciales de todos los niveles, gobernadores, presidentes municipales, empresarios y destacamentos enteros de policías y soldados. Este cártel está necesariamente comunicado entre sí y opera para atacar o favorecer a los otros cárteles según sean las toneladas de dinero en un escenario que se reacomoda continuamente en función de los mercados y zonas de influencia de cada grupo.

Así que el combate al crimen organizado no es un asunto de valor y patriotismo como se ha querido hacer ver desde el gobierno federal. Aquí han de operar las neuronas y no las gónadas. En todo caso se requerirá mucho más coraje para quitarles el negocio a todos los que se enriquecen desmesuradamente con todo y sus secuelas de sangre y su reguero de muertos por todo el país.

Es hora ya de que nos dejemos de hipocresías y reconozcamos que hay la imperiosa necesidad de, por lo menos, abrir un gran debate nacional sobre la legalización de las drogas: hay que reconocer que es la prohibición oficial la que provoca un clandestinaje tan explosivo como productivo; está probado que la legalización no incrementa el consumo; los adictos no fuman más o beben más porque pueden comprar cigarros y alcohol en la tienda de la esquina, sino por razones conductuales, abatimiento de las expectativas de vida o decaimiento de la moral pública; es absolutamente injusto que a fumadores y alcohólicos se les tolere y considere enfermos -que lo son- mientras se encarcela a un consumidor de cocaína o mariguana; hay que frenar el notorio deterioro de las instituciones actualmente corroídas por el narcotráfico.

Por supuesto que hay grandes resistencias a la posibilidad de una legalización que no tiene por qué ser indiscriminada, sino decidida e inteligente. Desde campañas mentirosas hasta presiones y amenazas abiertas y encubiertas a congresos y gobiernos.

Pero hay que intentarlo. A partir del reconocimiento de que la actual estrategia no funciona. Puede servir para un posicionamiento mediático o para hacer política con los opuestos, pero no para arrancar de raíz un mal endémico.

Además, los tiempos vienen difíciles: un raquítico e insuficiente crecimiento económico, un desempleo galopante y una estabilidad social siempre en el filo de la navaja. Por último, el gobierno no puede ser rehén risueño y seudoheroico en una batalla perdida. Hay tareas verdaderamente trascendentes e impostergables: una gran revolución educativa, una reconversión tecnológica en aras de la competitividad global y una reforma del Estado integral, entre otras.

Para eso se requiere de una gran valentía.