QUE FeCAL ES VALIENTE?
Luis Linares Zapata
Realidad bajo la niebla
La niebla difusa que bajó sobre la toma de protesta del primero de diciembre avasalló la comprensión de sus significados y difuminó los golpes de realidad recibidos durante ese acto, tan ritual como sustantivo. Hay quienes llegaron, en un extremo de alabanza disfrazado de analítica visión positiva, a calificarlo como un mensaje de clara valentía del señor Calderón. Una variedad de señales de adusta seriedad republicana en pleno para muchos otros. Pero, también, esta inauguración sexenal fue vista como un reflejo fiel, redondo, de un país profundamente escindido. Más todavía, fue una coagulada resultante de una sociedad agraviada en busca de su redención que juntó salones repletos de gente bonita y amplias calles vociferantes. Un violento contraste entre protestantes airados y una elite distante y retacada de privilegios. Se oyeron, claros y distintos alaridos de enojo concentrado chocando contra los sordos oídos del grupo de poderosos que desde hace más de un cuarto de siglo mangonean las riendas decisorias del país para su propio recreo y deleite. En el mero fondo recaló la búsqueda consciente, ordenada, de las pocas salidas pacíficas que aún le quedan a más de la mitad de los mexicanos.
Los forcejeos de los diputados en el salón de plenos no son otra cosa que los prolegómenos de una lucha de larga fermentación. El Zócalo repleto de ciudadanos y la marcha que le siguió fueron indicios de esa masiva voluntad contrariada que bien puede llegar a ser terminal. La disputa, vista y oída ese viernes decembrino, se da, en verdad, por la vigencia de la vida democrática en el México de hoy y la de mañana.
Sin caer en reduccionismos maniqueos, de un lado quedaron aquellos que pretenden continuar ejerciendo un poder discrecional, autoritario, capaz de monopolizar los resortes decisorios para discriminar, a plenitud, entre quien llega a un cargo público y el que debía atorarse en la orilla. Un grupo de poderosos acostumbrados a imponer sus intereses sobre los millones que disienten de sus rutas. La forzada, inefectiva e injusta continuidad frente de los gritos que reivindican un cacho del presente, ese que puede abrir un camino distinto, una opción alterna a la ya padecida en demasía.
La brutal discordancia entre aquellos pocos mandones, con sus miles de apoyadores circunstanciales al canto, y los que han encontrado en la protesta y la propuesta disidente un medio de defensa tan legítima como de clase. Las refinadas formas de actuar de los acostumbrados al trasteo o la presión de palacio para sellar, con disgusto y aun con desprecio racial, las rudas expresiones del descontento y las aspiraciones del populacho. Y todo porque, según reza la consigna desde arriba, los de abajo son incapaces de velar por su bienestar y requieren ser tutelados. Dos maneras y prácticas de enjuiciar lo sucedido el primero de este gélido final de año. Una que mira hacia arriba con ambicioso arrobo y, la otra, que se queda atorada entre los que padecen las consecuencias de esa unilateral mirada.
Circular entre fuegos encontrados no facilita la comprensión de lo ocurrido. Tampoco aboga por la circulación de ideas que puedan describir, con aceptable veracidad, lo que acontece en esta atribulada República. La disonancia, beligerante y apasionada, oscurece las salidas, malgasta las escasas energías de la colectividad. Pero ésa es la realidad que acongoja a los mexicanos hoy en día.
La ruta de la transición democrática se cortó cuando Vicente Fox, acicateado por temerosos encumbrados que veían con horror la llegada de un López Obrador que no les respetaría sus privilegios, decidieron cortar por lo sano. Lo hicieron a costa de todo, de las leyes, de las instituciones, de la convivencia entre las clases, de las libertades ciudadanas, de los derechos colectivos e individuales. No tuvieron reparos ni límites. Llegaron no sólo a poner en riesgo una elección, sino la misma paz social. Y ahora quieren esquivar las consecuencias. Desean ver rendido a los dolientes, a los protestantes, a los que fueron ofendidos y vejados por sus atrabiliarios actos. No podrán tener sosiego, a cada paso encontrarán el fiero rostro de los que reclaman, para su libre albedrío, la historia propia.
Pero lo que sigue a continuación no será sólo el continuado aullido de la mayoría contestataria, sino la pretensión de levantar una gruesa, densa voz organizada, articulada en proyectos, en propuestas de gobierno, en normas y leyes que puedan evitar, de una vez por todas, que se siga malgastando el patrimonio de la nación, que se conspire contra el pueblo, sobre todo de esa parte social que está en una posición vulnerable. Lo más temible (para los de arriba y sus adláteres) de la participación que se mostró en las calles de la capital este inaugural periodo de gobierno no sólo fue el número de manifestantes, sino su capacidad para articular demandas, su disposición para ensayar una política regida por la ética, refundar la República sobre instituciones que, en verdad, representen intereses legítimos, de socializar el conocimiento, de pensar y abrir oportunidades colectivas, salidas a los problemas que aquejan a las personas, las regiones, a estados completos, a todo el país. A esto hay que llamarle normalidad democrática y no a una forzada aceptación de lo ya corroído.
La niebla difusa que bajó sobre la toma de protesta del primero de diciembre avasalló la comprensión de sus significados y difuminó los golpes de realidad recibidos durante ese acto, tan ritual como sustantivo. Hay quienes llegaron, en un extremo de alabanza disfrazado de analítica visión positiva, a calificarlo como un mensaje de clara valentía del señor Calderón. Una variedad de señales de adusta seriedad republicana en pleno para muchos otros. Pero, también, esta inauguración sexenal fue vista como un reflejo fiel, redondo, de un país profundamente escindido. Más todavía, fue una coagulada resultante de una sociedad agraviada en busca de su redención que juntó salones repletos de gente bonita y amplias calles vociferantes. Un violento contraste entre protestantes airados y una elite distante y retacada de privilegios. Se oyeron, claros y distintos alaridos de enojo concentrado chocando contra los sordos oídos del grupo de poderosos que desde hace más de un cuarto de siglo mangonean las riendas decisorias del país para su propio recreo y deleite. En el mero fondo recaló la búsqueda consciente, ordenada, de las pocas salidas pacíficas que aún le quedan a más de la mitad de los mexicanos.
Los forcejeos de los diputados en el salón de plenos no son otra cosa que los prolegómenos de una lucha de larga fermentación. El Zócalo repleto de ciudadanos y la marcha que le siguió fueron indicios de esa masiva voluntad contrariada que bien puede llegar a ser terminal. La disputa, vista y oída ese viernes decembrino, se da, en verdad, por la vigencia de la vida democrática en el México de hoy y la de mañana.
Sin caer en reduccionismos maniqueos, de un lado quedaron aquellos que pretenden continuar ejerciendo un poder discrecional, autoritario, capaz de monopolizar los resortes decisorios para discriminar, a plenitud, entre quien llega a un cargo público y el que debía atorarse en la orilla. Un grupo de poderosos acostumbrados a imponer sus intereses sobre los millones que disienten de sus rutas. La forzada, inefectiva e injusta continuidad frente de los gritos que reivindican un cacho del presente, ese que puede abrir un camino distinto, una opción alterna a la ya padecida en demasía.
La brutal discordancia entre aquellos pocos mandones, con sus miles de apoyadores circunstanciales al canto, y los que han encontrado en la protesta y la propuesta disidente un medio de defensa tan legítima como de clase. Las refinadas formas de actuar de los acostumbrados al trasteo o la presión de palacio para sellar, con disgusto y aun con desprecio racial, las rudas expresiones del descontento y las aspiraciones del populacho. Y todo porque, según reza la consigna desde arriba, los de abajo son incapaces de velar por su bienestar y requieren ser tutelados. Dos maneras y prácticas de enjuiciar lo sucedido el primero de este gélido final de año. Una que mira hacia arriba con ambicioso arrobo y, la otra, que se queda atorada entre los que padecen las consecuencias de esa unilateral mirada.
Circular entre fuegos encontrados no facilita la comprensión de lo ocurrido. Tampoco aboga por la circulación de ideas que puedan describir, con aceptable veracidad, lo que acontece en esta atribulada República. La disonancia, beligerante y apasionada, oscurece las salidas, malgasta las escasas energías de la colectividad. Pero ésa es la realidad que acongoja a los mexicanos hoy en día.
La ruta de la transición democrática se cortó cuando Vicente Fox, acicateado por temerosos encumbrados que veían con horror la llegada de un López Obrador que no les respetaría sus privilegios, decidieron cortar por lo sano. Lo hicieron a costa de todo, de las leyes, de las instituciones, de la convivencia entre las clases, de las libertades ciudadanas, de los derechos colectivos e individuales. No tuvieron reparos ni límites. Llegaron no sólo a poner en riesgo una elección, sino la misma paz social. Y ahora quieren esquivar las consecuencias. Desean ver rendido a los dolientes, a los protestantes, a los que fueron ofendidos y vejados por sus atrabiliarios actos. No podrán tener sosiego, a cada paso encontrarán el fiero rostro de los que reclaman, para su libre albedrío, la historia propia.
Pero lo que sigue a continuación no será sólo el continuado aullido de la mayoría contestataria, sino la pretensión de levantar una gruesa, densa voz organizada, articulada en proyectos, en propuestas de gobierno, en normas y leyes que puedan evitar, de una vez por todas, que se siga malgastando el patrimonio de la nación, que se conspire contra el pueblo, sobre todo de esa parte social que está en una posición vulnerable. Lo más temible (para los de arriba y sus adláteres) de la participación que se mostró en las calles de la capital este inaugural periodo de gobierno no sólo fue el número de manifestantes, sino su capacidad para articular demandas, su disposición para ensayar una política regida por la ética, refundar la República sobre instituciones que, en verdad, representen intereses legítimos, de socializar el conocimiento, de pensar y abrir oportunidades colectivas, salidas a los problemas que aquejan a las personas, las regiones, a estados completos, a todo el país. A esto hay que llamarle normalidad democrática y no a una forzada aceptación de lo ya corroído.