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lunes, 20 de noviembre de 2006

LA DEMOCRACIA EN EL RELOJ DEL PROzac NUNCA LE MARCO LAS HORAS



Por Lorenzo Meyer


Si comparamos el avance de la transición a la democracia durante el sexenio de Vicente Fox con el andar de un reloj, podríamos concluir que las manecillas apenas si se movieron. Fox detuvo el andar del reloj de la democracia.
Ubiquémonos en la noche del 2 de julio de 2000, la del triunfo de Vicente Fox, la de la caída de un sistema político de más de 70 años. El tiempo de ese reloj comienza a avanzar.
Veámos los segundos de la política correr. Frente a este reloj, la única observación que podemos hacer, aunque a algunos les parecerá injusta, es que este reloj se ha quedado detenido como a la una o las dos de la mañana. O más bien, avanzó un poco y luego retrocedió. Todavía ni siquiera asomaba el alba de las promesas políticas cuando se había parado.
A Vicente Fox, a su equipo y a su partido, les tocaba administrar uno de los fenómenos políticos más complejos en cualquier época de la historia de nuestro país: soltar los amarres que existían con el anterior régimen y construir los que llevaran al futuro.
En este caso, la inercia del pasado era un enemigo, a diferencia de lo que ocurría con el régimen anterior, que tenía en ella a un gran aliado, pues casi todo estaba hecho y los caminos ya estaban trazados. No se requerían grandes cambios. Pero cuando el régimen termina, es obligado renovar toda la vieja maquinaria, deshacer los nudos y amarrar otros para empezar un tejido nuevo.
Nadie del equipo foxista sabía cuán complicada iba a ser la responsabilidad de romper con el pasado, de construir el futuro. Y es que precisamente llegan a la Presidencia, entre otros factores, por un hartazgo de la sociedad hacia el PRI, una maquinaria que alcanzó niveles de perfección, modelando una democracia simulada apoyada en un gran control de las masas y asegurándole a Estados Unidos permanente estabilidad.
A fines del siglo XX el modelo se había agotado y el régimen se había quedado sin argumentos históricos. Ya no había Guerra Fría, la economía se había estancado y varios núcleos sociales se habían lanzado contra esta muralla llamada PRI, que mostraba ya algunos resquebrajamientos. Primero, la derecha ganó algunos gobiernos en el norte del país, luego sería la izquierda en el centro y finalmente, otra vez la derecha con Vicente Fox al frente.
A ese triunfo ayudó la personalidad de Fox, con un discurso totalmente distinto del tradicional –algo que Cuauhtémoc Cárdenas no pudo romper al mantener, al menos en las formas, las características del discurso priista–. Mientras Cárdenas no lograba desprenderse de la solemnidad del viejo PRI, Fox era antisolemne.
La política –en los discursos de Fox– era un asunto fácil; era cosa de nada más echarle ganas, ser decidido y sacar al PRI de Los Pinos. Con eso bastaba. Eso fue clave para que la gente dejara de tener miedo al cambio.
Hasta ahí el reloj avanzaba. Se anunciaba, sobre todo en campaña, un amanecer no muy lejano de la democracia. Empezó quizá como tenía que ser: sencillo, con la promesa de un gran equipo. Pero apenas corrieron unos segundos cuando brotaron las dudas: no eran tan buen equipo. La de los head hunters como vía para seleccionar a su equipo no era tan efectiva.
Pero en las primeras horas del sexenio, uno esperaba aún que atrás de ese personaje que se desdibujaba, estuviera un verdadero zorro.


eme-equis