Y SIGUE LA MATA DANDO: LOS CURAS PEDERASTAS
El infierno de Huehuetlan el Chico
Pecados Bajo la cama
El cronista viajó al pueblo natal del sacerdote Nicolás Aguilar, acusado de haber abusado sexualmente de decenas de niños tanto en el DF como en Los Ángeles, California. Encontró un pueblo parecido con un clima infernal. Y a unos habitantes hartos de lidiar con los presuntos pecados y delitos de quien no es de ninguna manera el hijo pródigo del pueblo. Y halló las huellas del alumno más formal y más serio de la generación 1957 de la escuela primaria La Particular, el mismo que años después abusaría de otros niños, como el que él era entonces.
Pecados Bajo la cama
El cronista viajó al pueblo natal del sacerdote Nicolás Aguilar, acusado de haber abusado sexualmente de decenas de niños tanto en el DF como en Los Ángeles, California. Encontró un pueblo parecido con un clima infernal. Y a unos habitantes hartos de lidiar con los presuntos pecados y delitos de quien no es de ninguna manera el hijo pródigo del pueblo. Y halló las huellas del alumno más formal y más serio de la generación 1957 de la escuela primaria La Particular, el mismo que años después abusaría de otros niños, como el que él era entonces.
Por Darío Dávila/enviado/emeequis
Huehuetlán el Chico, Puebla.– En esta tierras el veneno de los alacranes mata antes de que uno comience a expulsar espuma por la boca. Aquí la sangre se calienta rápido cuando los rumores incomodan al pueblo. Un campesino con una cicatriz que cruza su mejilla me lo recuerda mientras me mienta la madre y dice que me vaya de aquí. Que eso de andar preguntando por un tal Nicolás Aguilar puede costarme. No me dice qué, pero sé que el empujón en mi pecho es suficiente.
Quiero pensar que este calor de la Mixteca será pasajero, que con el correr de la noche la humedad de los campos de caña que rodean a Huehuetlán el Chico atenuará esta temperatura, que ha obligado al reportero a buscar sombra en casa de doña Concepción Zamora. Mujer anciana. Maestra de vocación. Apasionada cuando habla de su pueblo. Desconfiada de los forasteros que preguntan por Nicolás: ¿Y por qué quiere saber de él?
Nicolás es un nombre “protegido”. Y tiene su fiesta: cada 10 de septiembre el pueblo organiza una comilona en honor de San Nicolás. “¡Es el patrono!”, exclama la maestra en su sala de paredes blancas y viejas donde ha colocado fotos, reconocimientos y recuerdos de su paso por la única escuela del pueblo: La Particular, donde estudió Nicolás Aguilar y que en realidad se llama Unidad Educativa Miguel Hidalgo.
La maestra Concepción ayuda a imaginar al niño que entonces era quien hoy está acusado de haber abusado sexualmente de decenas de infantes tanto en México como en Estados Unidos:
“Le encantaba hacer altares en su casa. Me acuerdo que a todos los presumía pero… ¡ahora se me hace una exageración todo lo que dicen de él! Era como cualquier niño hasta que se marchó al seminario, allá a Tehuacan”.
La imagen de Nicolás toma forma. Una foto de generación obtenida con uno de sus compañeros de La Particular, esa primaria que parece fundirse con un templo de San Nicolás Tolentino de colores pálidos, lo muestra imperturbable y con los labios apretados.
En el blanco y negro del papel fotográfico, Nicolás es el único de corbata. Es el muchacho de la generación de 1957 de anteojos. Flanqueado por Leonardo, que ahora es músico. También por María del Carmen; profesora de Tehuacán; por Filomena, que decidió cambiar los campos de caña por Estados Unidos, o por Antonio Quiroz que ya murió.
Todos posan para la foto del recuerdo. Todos egresados de una escuela “parroquial”. Así lo presumen los maestros de la primaria local y sus más de 50 años dando clases con una instrucción religiosa. José Carlos Santillán Castillo, maestro de la escuela, escribió el 19 de abril de 2000, cuando se cumplió el medio siglo de la fundación de La Particular: “Vamos llegando a un plantel que se levanta de sus males…”
¿A qué mal se refería don José Carlos Santillán?
El infierno de Huehuetlán.
•••
Por el atrio de la iglesia, a un costado de La Particular, se cuela un aroma a incienso. Un sacerdote está a punto de oficiar una misa para un difunto. Se coloca una túnica blanca. El cura mira por encima de los lentes. Parece tener una respuesta preparada o más bien la censura lista.
–¿Y qué dice el pueblo de Nicolás, padre?
–Es un tema del que no quiero hablar. Yo no obtengo nada si hablo. Además –entonces se acomoda la vestimenta y comienza a andar hacia la entrada de la iglesia–, él todavía tiene mucha familia acá. No hablamos del tema por respeto. Espero lo entiendas…
Las respuestas del padre son cortas y se van perdiendo en los sonidos producidos por mujeres indígenas que han llegado hasta la parroquia de San Nicolás a ofrecer misa a su muertito.
“…Oh María, madre mía, oh consuelo del mortal, llévame a la patria celestial”. El canto se oye hasta casa de doña Candelaria Cañongo. Su cuarto está tapizado de fe como todo Huehuetlán. Al menos 60 santos colman su pared y a veces la paciencia de su esposo, que parece hartarse de tantas bendiciones que roban espacio en casa. Pero es lo de menos. Este pueblo ha sabido guardar las malas noticias y los pecados debajo de la cama.
Doña Hermila sabe muy bien de eso. Permanece sentada en una esquina cercana a un viejo río que tiene retazos de agua esparcidos y revoloteados por moscos.
La señora cae presa de la curiosidad. Y acribilla al reportero con preguntas: “¿Y qué hace usted acá tan lejos? ¿Acá va a vivir? ¿A poco no le gusta?” Luego más preguntas: “¿O anda buscando muchacha? ¡Yo le puedo presentar una!” Parece venir otra propuesta hasta que un hombre se acerca a la charla.
–Estoy buscando al padre Nicolás –reconozco.
–¡Ah, ese Nicolás! –dice el hombre que se suma a la charla. Sí, nos enteramos por televisión.
–¿Sabían de algo de él?
–Bueno, sabíamos de su familia que vive acá y su hermano Javier. Pero Nicolás ha estado viniendo acá, aquí vivían sus papás que ya murieron. Pero se pasan de cabrones. ahora todos andan buscando a su familia. Ya ve que dicen que es violador.
–¿Violador?
–Sí, eso que dicen en la tele… pero ya lo sabíamos.
–¿Saber qué?
–...Usted sabe… –medio balbucea el hombre y luego ironiza–: ¿Sabe qué? Me están dando ganas de volverme violador.
Una caudal de carcajadas interrumpe el instante. La escena es grotesca. Las mujeres sentadas en esa esquina caen en la tentación. Ríen y ríen. El aroma a carbón quemado se mete a la boca. Luego entre risa y risa se va haciendo un vacío de silencio hasta que parece que ya no tienen saliva para seguir ironizando sobre Nicolás.
Puede que Nicolás nunca se haya marchado de Huehuetlán. Allá abajo, en las cercanías de su casa, por donde caminaba al salir de La Particular, uno de sus compañeros de escuela se encarga de recordarlo: “¡Pues es que siempre estuvimos aquí, casi la mayoría de los del pueblo salimos de ahí”.
–¿Cuándo fue la última vez que lo vieron?
–Pues hace años, antes de largarse pa’allá con lo del Seminario.
La familia Cañongo,
conocedora de las
peripecias del sacerdote.
•••
Lo diminuto de este pueblo hace que sus rumores lo devoren de un bocado. La maestra Concepción, anciana que conoció de la maternidad –a su modo– en más de 50 años dando clases en La Particular, entre hijos de campesinos con grandes cosechas o comerciantes afamados dice: “…Bien me acuerdo que vino a decirnos acá que lo acompañáramos a Tehuacán a inaugurar su primera parroquia (entre 1960 y 1970), que fuéramos para acompañarlo porque al parecer le había costado mucho trabajo… pues hasta le pegaron”.
–¿...?
–Pues unas gentes que no lo querían porque al parecer él peleaba un terreno para su parroquia y quería que lo vendieran o que donaran, pero los dueños se enojaron y le pegaron. Yo me acuerdo que vino acá a curarse las heridas. Andaba con toda la boca sangrando. Herido.
La mujer se suelta: “¡Es exageración esas cosas que dicen! En Estados Unidos ya lo hubieran agarrado. Lo hubieran encadenado para toda la vida. Por eso yo no creo que haya hecho todas esas cosas. Yo misma vi las fotos donde aparece con el presidente Adolfo López Mateos, cuando lo recibió y le dio el terreno”.
Los buenos deseos de la maestra y su resistencia a creer en las acusaciones contra el padre Nicolás llegan hasta una tiendita a unos diez minutos del centro del pueblo.
–¡…Y que los mando a chingar a su madre! –presume una mujer que se ha metido en una tienda. En el mostrador de madera, furibunda exclama: “¡Para la otra les cierro la puerta en la cara!” La mujer se lleva un detergente entre las manos y marcha.
–¿Está enojada, verdad? –pregunto a la vendedora, de facciones toscas.
–Sí, ya ve; andan chingando la madre preguntando por lo del curita ese.
–¿Cuál cura?
–El ese Nicolás… el curita ese de la televisión.
La televisión, ese imán que ayuda a matar el tiempo en esta región donde las mejores noticias son la llegada de remesas en billetes verdes desde Nueva York, podría no ocultarse bajo el colchón. Precisamente, una foto del niño de Huehuetlán adorador de los altares, apareció en la tele hace cuatro semanas. Su sonrisa era la misma. Nicolás estaba de vuelta.
Joaquín, el denunciante.
•••
A 300 kilómetros de Huehuetlán, en el DF, la imagen del niño estaba de vuelta. Su foto lo mostraba corpulento, con las órbitas de los ojos grandes de párpados hinchados. Amplias como el tamaño de sus anteojos de pasta. También esa forma de apretar los labios.
Dos personajes más aparecían en la pantalla del televisor. ¿Sus nombres? Joaquín Aguilar y Norberto Rivera Carrera. La edad del primero 23 años, el segundo pasa de los 50 y tiene cargos en la iglesia: es obispo y cardenal.
El nombre de Joaquín Aguilar, quien presentó en Los Ángeles, California, una denuncia contra Norberto Rivera, acusándolo de proteger al sacerdote que abusó de él –el padre Nicolás– incomoda a la Iglesia mexicana, a los obispos y a su red de abogados.
Un puesto de periódicos cercano al Metro Lagunilla muestra su foto en la portada de un diario. Tiene la mano en la frente. Se cubre la cara.
Recupero de la memoria la escena en que este joven se encontró con el autor de esta crónica en un café a espaldas del bullicioso mercado de San Cosme:
“…Una tarde llegó el padre Nicolás hasta mi casa. Les dijo a mis papás que me invitaba a Acapulco y que iba a llevar a algunos sobrinos, que quería que lo acompañara.
“–¿Pero, el dinero, padre? –preguntó mi madre.
“–Por eso no se preocupe…”
Vecino de la desordenada y mal trazada colonia Pensil –en la zona poniente de la capital–, con calles que tienen nombres de lagos, Joaquín había entregado a finales de 1990 eso llamado fe a la iglesia del Perpetuo Socorro, parroquia ubicada a unos cinco minutos de su casa. Terminaba el curso de catecismo para hacer la primera comunión.
Joaquín narraba en aquel encuentro en el café:
“…Antonio Núñez, sacerdote encargado de esta parroquia en aquel entonces (y ahora enfermo, en algún lugar de Veracruz), nos invitaba a varios niños a ser acólitos. A mí también me invitaron”.
Una tarde que no recuerda con exactitud –cuando salían de la casa parroquial– Joaquín, sus nueve años y sus amigos, observaron a otro padre en la iglesia.
“–¿Y cómo era?
“–Era fornido, como de unos cincuenta años.
“–¿Confiaste en él cuando lo viste?
“–No, nunca me inspiró confianza.
“–¿Por qué?
“–Un día en la misa nos mandó a la chingada, pues no quisimos que nos diera la bendición”.
Intento construir la escena con las palabras de Joaquín. De nuevo estoy aquí en la parroquia del Perpetuo Socorro, en las cercanías de la colonia Pensil. Hay más cirios encendidos aquí que fieles rezando. Un sacerdote asoma desde la casa parroquial. Se llama Santiago Huerta y pregunta a quién busca el visitante.
–Busco al padre Antonio Núñez (el cura que llevó a Nicolás al Perpetuo Socorro).
–Uf, hace mucho que no sé nada de él, parece que anda enfermo. Ya sabe –platica mientras camina hacia el patio del templo y parece deshacerse cuando coloca con lentitud su cuerpo sobre una silla.
–¿Y el padre Nicolás?
–¿Ah, tú lo conocías?
–No –respondo y le digo que un amigo lo anda buscando.
–Pues está difícil que lo encuentren, dicen que andan escondido. Va estar difícil que lo hallen, eh.
–¿Usted cree?
–¡Claro! Tiene buenos abogados… así es que seguramente se darán un agarrón
•••
Al salir de la iglesia, las palabras de Joaquín en aquella entrevista en el café de San Cosme toman más fuerza y regresan a la escena: “…Me acuerdo que después de eso nos pidió disculpas a todos. Nos reunió a unos diez y nos dijo que la había regado”.
Con el paso de los días, la fe se transformó en repulsión. “Le olía mal la boca y siempre intentaba abrazar a los niños que estábamos con él”. En pocas semanas, el cura Nicolás comenzó a tener contacto con la familia de Joaquín: “Llegaba de visita a la casa pero a mí no me gustaba que fuera. Era muy barbero y al final supo ganarse a mi familia. Le dijo a mi mamá: ¡quiero que Joaquín vaya hacia donde voy!”
La protección eclesiástica que recibió le permitió al padre Nicolás mantener la vigencia en la zona de la delegación Miguel Hidalgo, en el DF. Meses después se cambió a una iglesia cercana, la de San Antonio de las Huertas, un templo que rara vez abre sus puertas, salvo en la misa de las ocho de la mañana y los domingos a mediodía.
En esta parroquia, la recámara del padre Nicolás se encontraba junto a la sacristía. Los niños que ayudaban al sacerdote Antonio Núñez, incluido Joaquín, tenían forzosamente que atravesar la recámara del clérigo si deseaban ir al baño.
Al sacerdote Nicolás –aficionado desde su niñez al canto, tanto que incluso vendía sus grabaciones entre los fieles de San Antonio de las Huertas y más recientemente en Tehuacán, Puebla–, le encantaba permanecer en su habitación mientras su compañero de misa, Antonio Núñez, oficiaba la homilía.
Otra vez Joaquín:
“–¿Y por qué tenían que pasar por ahí, por la habitación del padre?
“–¡Era el camino al baño!”
Como fuese, no había opción. Joaquín tenía que circular por la recámara. Era mediodía y al fondo se escuchaba al padre Antonio en la misa cuando Nicolás le pidió a Joaquín que se acercara: “Pensé que necesitaba algo. Me asomé con cuidado, pero me jaló hacia dentro del cuarto”.
–¿Gritaste?
–Es que yo era muy flaco y de poca estatura. Me tapó la boca al tiempo en que me sujetaba del cuello. Me bajó los pants y me violó. No se cómo me pude zafar. Comencé a arrastrarme hacia debajo de la cama, que era de madera vieja. En la desesperación, salí corriendo y llorando de la iglesia. Llegué al Metro Normal y me dirigí hacia Torre Blanca, me senté en las escaleras y me puse a llorar.
El documento que trazó su perfil delincuencial agrega al respecto: “Nicolás Aguilar ataca con la ventaja de que su seguridad física no está en riesgo y actúa por una desviación sexual sin importarle el oficio. Es un hombre que abusa de su investidura, que delinque en función de que resulta honesto y respetable para la sociedad”.
¿Hasta donde le alcanzaría la honestidad al oriundo de Huehuetlán el Chico? Un día después de la agresión sexual contra Joaquín, el cura acudió hasta su secundaria para advertirle: “No le digas a nadie o le voy a hacer lo mismo a tu hermano”, que para entonces tenía ocho años. Joaquín guardaría silencio un mes más.
El sólo hecho de denunciar penalmente a un cura de una violación podría colocar a la familia de Joaquín en medio de las descalificaciones.
Incluso llegaron a escupirle cuando en la colonia se conoció de las acusaciones contra Nicolás, el cura.
La decisión de Joaquín arrancó con una denuncia penal en la agencia 30 del Ministerio Público. “Al principio me atendieron bien, pero después la mamá de uno de mis vecinos me ofreció dinero para que desistiera de la denuncia. Extraviaron el expediente varias veces. Tuve que ir en cuatro ocasiones y en cada una de ellas era como si me hubieran agredido nuevamente”.
También hubo un careo entre el padre y el joven. “Tuve que decirle todo lo que me hizo, pero nunca lo miré a la cara”. Después de aquello, al padre Nicolás lo trasladaron a la Segunda Vicaría. La ruta de la protección eclesiástica seguía su camino.
El clérigo, recordó Joaquín en la café, estaba respaldado por un abogado pagado por otros padres que lo conocían. “Ellos lo apoyaron e incluso, mucha gente de la iglesia fue a declarar a su favor”.
El padre Nicolás, conocedor de que se aproximaba una acción penal en su contra, lanzó su última carta: invitó a Joaquín a vacacionar a Acapulco. No hubo respuesta y decidió largarse.
Para entonces, según consta en la averiguación previa 46/DS/385/94–11, Nicolás fue citado el 20 de diciembre de 1995 en la Dirección General de Prevención y Tratamiento de Menores. No obstante, lejos de asumir su responsabilidad, Nicolás Aguilar demando por difamación y después “perdonó” a Joaquín.
El cura le llamó “más amplio perdón” y se perdió varios años, hasta que después se sabría que también se le acusaba de violar sexualmente a 86 niños, 60 en Tehuacán, Puebla, y 26 en Los Ángeles, California, auque sólo se tiene conocimiento de seis denuncias: cuatro en Puebla y una en el DF.
Joaquín sabe –y esa es su lucha judicial como parte de la Red de Sobrevivientes de Abuso Sexual por Sacerdotes (SNAP, por sus siglas en inglés)– que esos abusos sexuales fueron protegidos desde el poder eclesiástico a finales de los años ochenta. Norberto Rivera, entonces obispo de Tehuacán, en presunta complicidad con el cardenal Roger Mahony, arzobispo de Los Ángeles, urdió un plan para dar protección a Nicolás Aguilar Rivera.
•••
Parece claro que el calor de Huehuetlán el Chico y sus pecados escondidos bajo la cama son apenas una pieza del rompecabezas. Nicolás sigue libre. Dicen que lo han visto en Cuernavaca oficiando misa, que un grupo de policías le pisa los talones, que sigue vendiendo sus cantos en casetes.
Quizá tiene razón su profesora, Concepción Zamora:
–¡Parece que quieren desaparecer a Nicolás!
–¿Usted cree?
–Sí, pero sabe una cosa … –dice mientras me acompaña a la puerta de su casa– a Nicolás sólo lo puede desaparecer Dios. ¡Él sí es omnipotente!