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jueves, 24 de agosto de 2006

CIERRE DE SEXENIO CON CRISIS DE REPRESENTACION
Víctor Ardura

O le falta razón a Enrique Semo cuando afirma que el grupo de políticos y empresarios reacios a la perspectiva de legalidad y convivencia democrática, anule a la circunstancia de que la izquierda esté representada en el espectro político. No hay grandes diferencias hoy con hace 40 años. Esta oligarquía en proceso de construcción o de rescate, como quiera vérsele, provoca el mismo clima de paranoia de los días previos al 2 de octubre de 1968. Lo podemos apreciar en las declaraciones del señor Fox, del candidato disminuido, de la prensa, a modo que ha instalado lo que se le conoce ahora como cerco informativo –aunque sea exactamente lo contrario. No se puede cercar a quien no existe, y ésa es la lógica de los empresarios de medios y sus empleados disfrazados de presentadores de noticias–.
La novedad sería que los grupos recalcitrantes de esta derecha ya no se esconden, como en el pasado. Están ahí, ahora sí que en el escaparate público y detrás de él, decidiendo en las sombras, pero también dando la cara a través de ciertos actores políticos y uno que otro intelectual y periodista.
Por ejemplo Javier Ibarrola. Para quien no conozca a este personaje, permítaseme introducirlo. Articulista mediocre desde hace años; su mérito ha consistido en presentarse como una suerte de vocero oficioso de las fuerzas armadas. Vende a la opinión pública la idea de ser un especialista en el tema. A su vez, la milicia, a través de Ibarrola, filtra la información que le conviene o cuando quiere asumir una postura. Hay un expediente que mejor ilustra su condición de intérprete de lo castrense: el del general Gallardo. Este militar encarcelado por atreverse a exigir un piso de derechos para los militares, ha sido sistemáticamente censurado y calumniado por Ibarrola.
Así las cosas, este señor fue invitado a un programa de análisis conducido por el periodista Jorge Fernández Menéndez. La mesa entre tres –había otro personaje, más mesurado, por cierto, de nombre Javier Oliva, también experto en asuntos de seguridad–, sirvió para colgarle al Ejército los milagritos civiles de todos conocidos: institucionalidad, disciplina, espíritu de servicio.
Al final Ibarrola citó vagamente la “legislación militar” que tipifica como delito grave el plantón de una arteria importante del Distrito Federal, y utilizó la palabra subversión. Y no sólo eso: amenazó que si después del resolutivo del Tribunal Electoral el ciudadano López Obrador, la Coalición, los civiles que se manifiestan seguían en lo suyo, “habrán de atenerse a las consecuencias”.
Grave que un vocero del Ejército, así sea oficioso, ponga por encima de la Constitución u otras leyes civiles a la militar, y todavía más delicado el que advierta entre líneas lo que ya se intuye: la probabilidad cada día más cierta que se acuda el expediente de la fuerza para desmantelar la resistencia civil. Operativo en el que estaría inmiscuido el Ejército siempre y cuando el Presidente declare nulas las libertades y ordene por escrito el desalojo. No es una posibilidad descabellada si se toma como referencia un dato importante: alrededor de 3 mil soldados y oficiales han sido incorporados a la Policía Federal Preventiva, aquella que utilizó los toletes y los gases en contra de miembros del Poder Legislativo.
Es obvio, aún para el más corto de miras, que desde hace tiempo se trabaja en un piso adecuado para justificar el uso de la violencia. Las personas con las que he hablado del asunto cierran los ojos espantados o incrédulos, al amparo del argumento que calificaría como absurda tal salida. No creen, así el señor Fox haya dado muestras fehacientes de su torpeza a lo largo de estos seis años, que sean tan tontos –sinónimo discreto para otro calificativo más sonoro–, pues ello significaría condenar al país a una espiral de violencia inimaginable.
No quiero referirme aquí a la canalla que infesta las pantallas televisivas. Bajo la consigna de que es preciso que el gobierno restablezca el imperio de la ley, de que los manifestantes son subversivos y otros adjetivos utilizados en los años 60 del represivo siglo pasado, importantes figuras demandan, con sutilezas o sin ellas, que entre a escena la violencia de Estado.
Las vías para echar este piso han sido varias y diversas. Por ejemplo: Enrique Krauze no duda en montarse tramposamente en un brillante ensayo escrito por George Orwell –el escritor de 1984 y Rebelión en la Granja–, para fustigar a los escritores que defienden el voto por voto, no por su postura política, sino por mentir sobre el proceso electoral. Esto es particularmente interesante. Las voces ubicadas en aquella acera, las más o menos autorizadas, parten de la premisa de que estas elecciones, las del 2 de julio, fueron limpias, transparentes y prístinas. Han dejado de lado en su análisis la mínima posibilidad de que se haya cometido ya no digamos fraude, sino descuidos interesados. No los he visto ni oído criticar la abierta intromisión del presidente Fox en el proceso, ni la sospechosa tibieza del IFE para parar la guerra sucia, ni la conformación misma del consejo general y su presidente, ni las cifras dudosas, ni la más reciente intromisión de Fox al adelantarse al Tribunal y ungir ante periodistas alemanes a Calderón Hinojosa como futuro presidente.
Son los mismos, estos intelectuales y periodistas, que en otros momentos tuvieron posturas radicalmente diferentes. Pienso en los días en que el PAN era oposición, junto con el PRD, y ambos partidos exigían libertades a la autocracia priísta.
Es más: ni siquiera el veredicto del Tribunal, en el sentido de contar de nuevo el 9.7 por ciento de las casillas, les despierta ánimo alguno de suspicacia. Y esta actitud la he podido apreciar en personalidades como Héctor Aguilar Camín, Denise Dresser, Isabel Turrent, Carlos Tello Macias o Federico Reyes Heroles. A todos ellos los he escuchado exigir el restablecimiento del estado de derecho a como dé lugar, y sin decirlo abiertamente no verían con horror el que se usaran de nuevo los toletes, las balas de goma, las mangueras de agua, los gases lacrimógenos. Todo con tal de echar a quienes hacen plantón, por un lado, y para evitar que en el desfile y en el último informe de gobierno haya manifestaciones de descontento (por otra parte no encuentro en la Constitución que la Ceremonia del Grito, incluido el desfile militar, sea obligatoria).
Un caso extremo, por lo menos para mí, fue el del periodista Ciro Gómez Leyva, a quien respetaba por su probidad y agudeza. El mismo día en que Carmen Aristegui dio a conocer el ya célebre video de Carlos Ahumada en Cuba –Nuestro Hombre en La Habana–, Gómez Leyva, encendido en santa ira, demandaba al jefe de Gobierno del Distrito Federal que le dejaran hablar con el corruptor y corrupto empresario, a quien no dudó en darle condición de preso político.
Para toda esta gente no existe, siquiera, la posibilidad de un maniqueísmo. Los ciudadanos inconformes no son blancos ni negros. Simplemente no tienen razón porque no son, se encierran en una suerte de necia atalaya peligrosa para la convivencia, son revoltosos a los que es preciso callar y, en última instancia, reprimir. Es más: no existen. La resistencia civil es una entelequia metida con calzador por un hombre enfermo de poder, de ambición desmedida (será por eso que el brillante Fox no entiende lo que quiere).
Ludolfo Paramio sostenía en un reciente ensayo –Nexos de marzo del 2006– que el desprestigio de la clase política provoca lo que denominó una crisis de representación. Los ciudadanos no se sienten bien representados por los partidos, ni bien servidos por los gobiernos. Esta tesis la defendió mi amigo Alejandro Delgado y estuve de acuerdo con él, y antes con Paramio. Pero también estoy convencido que la inconformidad de cientos de miles de ciudadanos –tal vez millones–, agraviados por las brutales desigualdades en el país, han encontrado en el defensa del voto la gota que rebasa el vaso. Desde hace tiempo que dejó de ser el movimiento de un partido. Ya es el Movimiento. Y no puede haber arreglo político si antes no se resuelve esto, que está más allá de la agenda de la Coalición.
El que algunos pensadores o gente que escribe con regularidad, o que son invitados a programas de televisión para dar su punto de vista, exijan veladamente que las autoridades repongan –¿es que se han hecho en algún momento?– el imperio de la ley, nos indica con claridad que en el trasunto germina un discurso de intolerancia muy similar a momentos en donde la barbarie ha imperado después. Es probable que no se den cuenta de las consecuencias de sus dichos, o tal vez sí, pero no les importe.
Sí, estamos en la antesala de los estamentos subterráneos, ese enojo que circula colectivamente, sin forma precisa –todavía–, pero que puede estallar en cualquier momento. Lo importante es buscar un arreglo democrático que no deje a nadie fuera y poder salir de esta crisis de representación. Pero la derecha se ha instalado ya en el poder, el país se derrumba y el jefe (sic) del Estado mexicano dice que todo está bien y se apresta a dejar al delfín a cargo del corporativo.
Y en realidad se antoja muy difícil que estén dispuestos a escuchar o a ceder en algo.