Pemex: secreto a voces
La Jornada
En su edición de fin de año, la revista The Economist dedica una nota a Pemex con un título que puede traducirse como: Corriendo para quedar en el mismo lugar. La grave situación de Pemex a nadie escapa. Pero el título de la nota de referencia se queda corto. La verdad es que la empresa petrolera estatal no se queda en el mismo sitio, sino que se degrada cada vez más.
Los hechos son sabidos. Uno es el agotamiento de los yacimientos, como el de Cantarell, que en 2004 generaba más de la mitad de la producción total de crudo. Otro es la ineficiencia interna, con excesivos gastos operativos y fuertes distorsiones administrativas, técnicas y laborales. Uno más es que México aún ocupa el sexto lugar en producción mundial, pero sólo tiene uno por ciento de las reservas probadas.
El petróleo representa 16 por ciento de las exportaciones, aun a los elevados precios de los años recientes, frente a casi 70 por ciento en el auge de la producción en 1982, pero las finanzas públicas siguen altamente petrolizadas. Dos quintas partes de los ingresos públicos federales provienen de las transferencias impuestas a Pemex; éstas son del orden de 71.5 centavos de cada peso de petróleo extraído.
La reforma fiscal aprobada recientemente por el Congreso o cualquier otra que se necesite muy pronto tendrá como límite lo que suceda con Pemex. El propio Estado se ha ido cerrando progresivamente los márgenes de maniobra y el ajuste pendiente será muy oneroso. El caso es que van y vienen secretarios de Energía y Hacienda, gobiernos de uno y otro partido sin que se altere de modo decisivo la gestión del conjunto de la industria petrolera (exploración, extracción y la producción de derivados).
La inversión en todos estos campos ha sido insuficiente y mala su planeación. No se ha construido una sola nueva refinería en 20 años y hoy se importa 40 por ciento de la gasolina que se consume. A esto se añade que se puede echar mano fácil de ese producto para elevar la recaudación fiscal; así, aumenta el precio cada mes y además se imponen alzas adicionales como la que entró en vigor el 6 de enero y que en un año y medio subirá otro 5.5 por ciento. Los precios controlados por el gobierno son un factor relevante del proceso de fijación de los precios en el conjunto de la economía y una clave en la determinación de las pobres condiciones de la productividad agregada.
Muchos de los contratos de gasto de inversión se hacen con empresas privadas bajo la forma de Proyectos de Impacto Diferido en el Gasto (Pidiregas) que tienen por efecto un alto costo en las finanzas públicas y comprometen una eficaz gestión financiera en Pemex.
Súmese a esto la fragilidad de las instalaciones y los accidentes graves que se registran; la mala relación de la empresa con las comunidades en las que opera; la sangría de recursos por medios que van desde ordeñar los ductos, la concesión privilegiada de contratos, las cuestionables prácticas sindicales y de administración interna y el rezago creciente frente a otras empresas petroleras.
The Economist dice en su nota que Pemex parece un ministerio gubernamental mal dirigido. Ésa es una fuerte subestimación de la realidad, una forma clásica de la ironía británica que recuerda al mejor Swift. La industria petrolera mexicana es un desastre de grandes proporciones y fuertes repercusiones sociales. A su ineficiencia productiva intrínseca, con corrupción y mala gestión, se suma su sometimiento a una política pública con menos espacios para acomodarse a cualquier cosa que se asemeje a un proyecto de crecimiento ya no sólo viable, sino en un mínimo posible.
La influyente revista concluye sin dudas que “la solución obvia es privatizar la industria, pero que eso es políticamente imposible”. Por eso, insiste en que el gobierno debe suavizar el monopolio y respetar la Constitución. Apunta a las áreas de refinación, transporte y distribución, como se ha hecho en este último caso con el gas natural. Ya se ha avanzado por ese camino y puede avanzarse más por él. No obstante, eso no resuelve la cuestión. El petróleo y el conjunto del sector energético son un obstáculo serio para el desarrollo y, por cierto, no el único. Pero nadie rinde cuentas de décadas de lo que hoy, sin vacilar, es políticamente una cuestionable gestión.
El tipo de política pública que se instituyó en México desde mediados de la década de 1980 no superó las limitaciones del modelo previo. En cambio ha significado la imposición de una estricta disciplina social que reduce las posibilidades de organización efectiva frente a los costos de los sucesivos y permanentes ajustes. En este contexto no hay incrementos sustentables del bienestar general, y mientras se concentra la riqueza en un pequeño polo, lo que se distribuye cada vez mejor es la pobreza, la falta de oportunidades y de acceso a los recursos para un segmento creciente de la población. Pemex contribuye decisivamente a esa nueva configuración social como un instrumento de poder para administrar una economía y una sociedad con cada vez más restricciones. Y todo esto hasta que se agote el único recurso del que se puede derivar una renta (ya superada por las remesas) y cuyo uso es muy ineficiente.
En su edición de fin de año, la revista The Economist dedica una nota a Pemex con un título que puede traducirse como: Corriendo para quedar en el mismo lugar. La grave situación de Pemex a nadie escapa. Pero el título de la nota de referencia se queda corto. La verdad es que la empresa petrolera estatal no se queda en el mismo sitio, sino que se degrada cada vez más.
Los hechos son sabidos. Uno es el agotamiento de los yacimientos, como el de Cantarell, que en 2004 generaba más de la mitad de la producción total de crudo. Otro es la ineficiencia interna, con excesivos gastos operativos y fuertes distorsiones administrativas, técnicas y laborales. Uno más es que México aún ocupa el sexto lugar en producción mundial, pero sólo tiene uno por ciento de las reservas probadas.
El petróleo representa 16 por ciento de las exportaciones, aun a los elevados precios de los años recientes, frente a casi 70 por ciento en el auge de la producción en 1982, pero las finanzas públicas siguen altamente petrolizadas. Dos quintas partes de los ingresos públicos federales provienen de las transferencias impuestas a Pemex; éstas son del orden de 71.5 centavos de cada peso de petróleo extraído.
La reforma fiscal aprobada recientemente por el Congreso o cualquier otra que se necesite muy pronto tendrá como límite lo que suceda con Pemex. El propio Estado se ha ido cerrando progresivamente los márgenes de maniobra y el ajuste pendiente será muy oneroso. El caso es que van y vienen secretarios de Energía y Hacienda, gobiernos de uno y otro partido sin que se altere de modo decisivo la gestión del conjunto de la industria petrolera (exploración, extracción y la producción de derivados).
La inversión en todos estos campos ha sido insuficiente y mala su planeación. No se ha construido una sola nueva refinería en 20 años y hoy se importa 40 por ciento de la gasolina que se consume. A esto se añade que se puede echar mano fácil de ese producto para elevar la recaudación fiscal; así, aumenta el precio cada mes y además se imponen alzas adicionales como la que entró en vigor el 6 de enero y que en un año y medio subirá otro 5.5 por ciento. Los precios controlados por el gobierno son un factor relevante del proceso de fijación de los precios en el conjunto de la economía y una clave en la determinación de las pobres condiciones de la productividad agregada.
Muchos de los contratos de gasto de inversión se hacen con empresas privadas bajo la forma de Proyectos de Impacto Diferido en el Gasto (Pidiregas) que tienen por efecto un alto costo en las finanzas públicas y comprometen una eficaz gestión financiera en Pemex.
Súmese a esto la fragilidad de las instalaciones y los accidentes graves que se registran; la mala relación de la empresa con las comunidades en las que opera; la sangría de recursos por medios que van desde ordeñar los ductos, la concesión privilegiada de contratos, las cuestionables prácticas sindicales y de administración interna y el rezago creciente frente a otras empresas petroleras.
The Economist dice en su nota que Pemex parece un ministerio gubernamental mal dirigido. Ésa es una fuerte subestimación de la realidad, una forma clásica de la ironía británica que recuerda al mejor Swift. La industria petrolera mexicana es un desastre de grandes proporciones y fuertes repercusiones sociales. A su ineficiencia productiva intrínseca, con corrupción y mala gestión, se suma su sometimiento a una política pública con menos espacios para acomodarse a cualquier cosa que se asemeje a un proyecto de crecimiento ya no sólo viable, sino en un mínimo posible.
La influyente revista concluye sin dudas que “la solución obvia es privatizar la industria, pero que eso es políticamente imposible”. Por eso, insiste en que el gobierno debe suavizar el monopolio y respetar la Constitución. Apunta a las áreas de refinación, transporte y distribución, como se ha hecho en este último caso con el gas natural. Ya se ha avanzado por ese camino y puede avanzarse más por él. No obstante, eso no resuelve la cuestión. El petróleo y el conjunto del sector energético son un obstáculo serio para el desarrollo y, por cierto, no el único. Pero nadie rinde cuentas de décadas de lo que hoy, sin vacilar, es políticamente una cuestionable gestión.
El tipo de política pública que se instituyó en México desde mediados de la década de 1980 no superó las limitaciones del modelo previo. En cambio ha significado la imposición de una estricta disciplina social que reduce las posibilidades de organización efectiva frente a los costos de los sucesivos y permanentes ajustes. En este contexto no hay incrementos sustentables del bienestar general, y mientras se concentra la riqueza en un pequeño polo, lo que se distribuye cada vez mejor es la pobreza, la falta de oportunidades y de acceso a los recursos para un segmento creciente de la población. Pemex contribuye decisivamente a esa nueva configuración social como un instrumento de poder para administrar una economía y una sociedad con cada vez más restricciones. Y todo esto hasta que se agote el único recurso del que se puede derivar una renta (ya superada por las remesas) y cuyo uso es muy ineficiente.