CONTRAPODER
Ramón Guzmán Ramos
La Convención Nacional Democrática del 16 de septiembre tendrá que deliberar sobre una cuestión que resulta decisiva para el destino político de nuestro país: el carácter y la legitimación del poder. Cuando Andrés Manuel López Obrador llama a transformar de raíz las instituciones del Estado, es porque éstas se han hundido en una crisis política y de funcionalidad profunda. Sería absurdo mantenerlas como están. El problema que se presenta es quiénes y hasta dónde tendrán que impulsar los cambios que la nueva realidad impone. Es obvio que una empresa democrática de esta envergadura no podría estar en manos de la derecha gobernante, que ha sido la encargada de vulnerar y dañar tan severamente a las instituciones que regulan la vida pública de la nación.Una vez que llegó al poder por medio de las urnas, la derecha autoritaria decidió cancelar el camino para evitar que la izquierda pudiera convertirse en gobierno siguiendo la misma vía. En este intento temerario procedió a corromper las principales instituciones que constituyen el Estado mexicano. La primera de ellas fue la Presidencia de la República, que no experimentó cambio alguno y que, por el contrario, se ha convertido en una fuente ilegítima de concentración excesiva de poder en un solo hombre, como en los mejores tiempos de la hegemonía priísta. En vez de una Presidencia republicana, democrática, como era la visión que se tenía ante la perspectiva de la alternancia, la derecha la ha convertido en una Presidencia autoritaria. Ésta sería la primera de las instituciones que habría que transformar hasta el fondo.Otra de las instituciones que han sido severamente lesionadas ha sido el órgano electoral. El IFE, que debería haber cuidado en todo momento su carácter autónomo y ciudadanizado, lo que significa que de ninguna manera debía haber caído bajo la influencia de partido alguno o instancia de gobierno, terminó por doblegarse a los intereses mezquinos e ilegítimos de la fuerza política en el poder. De un plumazo, su Consejo General permitió que se borrara todo ese prestigio y toda esa confianza que se había ganado a pulso en los procesos anteriores. ¿Cómo conservar a esta institución sin modificarla de fondo? Sería como volver a los tiempos en que el gobierno del PRI tenía bajo su control a los órganos electorales y los usaba para perpetuarse en el poder. Estamos viendo también que hasta el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación podría estar dejándose llevar por un criterio de legalidad que no corresponde a la realidad política emergente que tenemos.Hace tiempo que los partidos políticos, como instituciones del Estado mexicano, entraron a una crisis de representación. Todos los avances democráticos que habíamos tenido se los apropiaron para su beneficio faccional. Ellos, que tendrían que haber sido los mediadores políticos entre la sociedad y el poder, terminaron atrapados en una lucha frenética por las posiciones de gobierno que se ponen a disputa en cada proceso electoral. Los partidos llegaron a esta crisis institucional con su propia crisis a cuestas. No representan sino a sus propios intereses. Los intereses legítimos de la sociedad se quedaron olvidados. Los partidos terminaron por convertirse en entidades políticas totalmente extrañas a la sociedad, a veces hasta en sus antagonistas. Nuestro sistema político de partidos tendría que ser revisado y transformado también radicalmente, para usar un término que provoca histeria entre los creadores de la crisis.¿Y qué decir de las instituciones encargadas de procurar justicia? Le han dado la espalda a la violencia del crimen organizado y se han convertido en un instrumento político para los propósitos del gobierno. Las corporaciones policiacas, que debían garantizarle a la población un estado de tranquilidad y seguridad a toda prueba, se han dejado utilizar por los poderes que dominan a la nación para que repriman cualquier muestra seria de inconformidad, como está ocurriendo en estos momentos en Oaxaca, como podría ocurrirle al movimiento de resistencia civil pacífica si éste no se organiza y adquiere una consistencia y una dimensión nacional. La mayoría en el Poder Legislativo ha renunciado ignominiosamente a su autonomía y ha terminado por doblegarse también al gobierno federal. ¿Sería posible que a través de esta instancia se pudieran encauzar y concretizar las grandes transformaciones democráticas que está necesitando el país a la luz de esta crisis electoral profunda que estamos viviendo? Desde luego que no. ¿Qué queda, entonces? En una situación de crisis aguda los medios tradicionales no sirven para enfrentar y encauzar las situaciones inéditas que se presentan. Es necesario diseñar caminos igualmente inéditos. Si los partidos han sido rebasados por la sociedad civil en movimiento, es obvio que habría que pensar en sustituirlos por la acción directa de la población, que siempre podrá hacer uso de su soberanía construyendo sus propias formas de organización y de representación política. Como es el caso, precisamente, de la Convención Nacional Democrática.Por eso, el llamado de López Obrador a transformar las instituciones tiene un profundo sentido democrático. Es el llamado a recuperar la soberanía del pueblo, su derecho a otorgar o quitarle la legitimidad a cualquier fuerza que pretenda representarlo, incluyendo al gobierno. Cuando la función social de nuestras instituciones ha sido deformada hasta el extremo de la perversión, entonces no queda sino recuperarlas y darles el carácter social que nunca debieron haber perdido. No sólo es legítimo el llamado a transformarlas, sino históricamente necesario, inaplazable. En este trance histórico ha de ser el pueblo el que se encargue de construir sus propias formas de organización para que la soberanía que le otorga la Constitución se ejerza en la práctica y se ponga a salvo.No se trata, entonces, de que la Convención designe a un Presidente alterno, que sería el jefe de un gobierno paralelo. No es por el poder –o sólo por el poder– que este movimiento ciudadano ha surgido y se ha mantenido contra viento y marea. El primer objetivo de la Convención tendría que ser definir su propia naturaleza y sus objetivos programáticos. Ganarse en la lucha y a nivel nacional una legitimidad incuestionable que la prepare y le cree condiciones para emprender enseguida cualquier hazaña política de mayor envergadura. Y el otro objetivo sería el de la recuperación de la legalidad, una legalidad democrática, por supuesto. Sólo entonces la Convención, convertida en un contrapoder indiscutible, inatacable, podría estar en condiciones de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente, que deliberara sobre la necesidad de crear un nuevo Congreso y una nueva Constitución, que impulsara la construcción de un nuevo orden político, jurídico y económico en nuestro país. La cuestión de la Presidencia pasaría entonces a segundo plano. Cualquiera que la Convención decidiera llegaría al poder legal con un respaldo popular sin precedentes.La cuestión a resolver, entonces, es la de una coordinación nacional del movimiento de resistencia civil pacífica y la integración de un programa nacional de lucha que entre todos decidan para que entre todos lo apliquen.
La Convención Nacional Democrática del 16 de septiembre tendrá que deliberar sobre una cuestión que resulta decisiva para el destino político de nuestro país: el carácter y la legitimación del poder. Cuando Andrés Manuel López Obrador llama a transformar de raíz las instituciones del Estado, es porque éstas se han hundido en una crisis política y de funcionalidad profunda. Sería absurdo mantenerlas como están. El problema que se presenta es quiénes y hasta dónde tendrán que impulsar los cambios que la nueva realidad impone. Es obvio que una empresa democrática de esta envergadura no podría estar en manos de la derecha gobernante, que ha sido la encargada de vulnerar y dañar tan severamente a las instituciones que regulan la vida pública de la nación.Una vez que llegó al poder por medio de las urnas, la derecha autoritaria decidió cancelar el camino para evitar que la izquierda pudiera convertirse en gobierno siguiendo la misma vía. En este intento temerario procedió a corromper las principales instituciones que constituyen el Estado mexicano. La primera de ellas fue la Presidencia de la República, que no experimentó cambio alguno y que, por el contrario, se ha convertido en una fuente ilegítima de concentración excesiva de poder en un solo hombre, como en los mejores tiempos de la hegemonía priísta. En vez de una Presidencia republicana, democrática, como era la visión que se tenía ante la perspectiva de la alternancia, la derecha la ha convertido en una Presidencia autoritaria. Ésta sería la primera de las instituciones que habría que transformar hasta el fondo.Otra de las instituciones que han sido severamente lesionadas ha sido el órgano electoral. El IFE, que debería haber cuidado en todo momento su carácter autónomo y ciudadanizado, lo que significa que de ninguna manera debía haber caído bajo la influencia de partido alguno o instancia de gobierno, terminó por doblegarse a los intereses mezquinos e ilegítimos de la fuerza política en el poder. De un plumazo, su Consejo General permitió que se borrara todo ese prestigio y toda esa confianza que se había ganado a pulso en los procesos anteriores. ¿Cómo conservar a esta institución sin modificarla de fondo? Sería como volver a los tiempos en que el gobierno del PRI tenía bajo su control a los órganos electorales y los usaba para perpetuarse en el poder. Estamos viendo también que hasta el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación podría estar dejándose llevar por un criterio de legalidad que no corresponde a la realidad política emergente que tenemos.Hace tiempo que los partidos políticos, como instituciones del Estado mexicano, entraron a una crisis de representación. Todos los avances democráticos que habíamos tenido se los apropiaron para su beneficio faccional. Ellos, que tendrían que haber sido los mediadores políticos entre la sociedad y el poder, terminaron atrapados en una lucha frenética por las posiciones de gobierno que se ponen a disputa en cada proceso electoral. Los partidos llegaron a esta crisis institucional con su propia crisis a cuestas. No representan sino a sus propios intereses. Los intereses legítimos de la sociedad se quedaron olvidados. Los partidos terminaron por convertirse en entidades políticas totalmente extrañas a la sociedad, a veces hasta en sus antagonistas. Nuestro sistema político de partidos tendría que ser revisado y transformado también radicalmente, para usar un término que provoca histeria entre los creadores de la crisis.¿Y qué decir de las instituciones encargadas de procurar justicia? Le han dado la espalda a la violencia del crimen organizado y se han convertido en un instrumento político para los propósitos del gobierno. Las corporaciones policiacas, que debían garantizarle a la población un estado de tranquilidad y seguridad a toda prueba, se han dejado utilizar por los poderes que dominan a la nación para que repriman cualquier muestra seria de inconformidad, como está ocurriendo en estos momentos en Oaxaca, como podría ocurrirle al movimiento de resistencia civil pacífica si éste no se organiza y adquiere una consistencia y una dimensión nacional. La mayoría en el Poder Legislativo ha renunciado ignominiosamente a su autonomía y ha terminado por doblegarse también al gobierno federal. ¿Sería posible que a través de esta instancia se pudieran encauzar y concretizar las grandes transformaciones democráticas que está necesitando el país a la luz de esta crisis electoral profunda que estamos viviendo? Desde luego que no. ¿Qué queda, entonces? En una situación de crisis aguda los medios tradicionales no sirven para enfrentar y encauzar las situaciones inéditas que se presentan. Es necesario diseñar caminos igualmente inéditos. Si los partidos han sido rebasados por la sociedad civil en movimiento, es obvio que habría que pensar en sustituirlos por la acción directa de la población, que siempre podrá hacer uso de su soberanía construyendo sus propias formas de organización y de representación política. Como es el caso, precisamente, de la Convención Nacional Democrática.Por eso, el llamado de López Obrador a transformar las instituciones tiene un profundo sentido democrático. Es el llamado a recuperar la soberanía del pueblo, su derecho a otorgar o quitarle la legitimidad a cualquier fuerza que pretenda representarlo, incluyendo al gobierno. Cuando la función social de nuestras instituciones ha sido deformada hasta el extremo de la perversión, entonces no queda sino recuperarlas y darles el carácter social que nunca debieron haber perdido. No sólo es legítimo el llamado a transformarlas, sino históricamente necesario, inaplazable. En este trance histórico ha de ser el pueblo el que se encargue de construir sus propias formas de organización para que la soberanía que le otorga la Constitución se ejerza en la práctica y se ponga a salvo.No se trata, entonces, de que la Convención designe a un Presidente alterno, que sería el jefe de un gobierno paralelo. No es por el poder –o sólo por el poder– que este movimiento ciudadano ha surgido y se ha mantenido contra viento y marea. El primer objetivo de la Convención tendría que ser definir su propia naturaleza y sus objetivos programáticos. Ganarse en la lucha y a nivel nacional una legitimidad incuestionable que la prepare y le cree condiciones para emprender enseguida cualquier hazaña política de mayor envergadura. Y el otro objetivo sería el de la recuperación de la legalidad, una legalidad democrática, por supuesto. Sólo entonces la Convención, convertida en un contrapoder indiscutible, inatacable, podría estar en condiciones de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente, que deliberara sobre la necesidad de crear un nuevo Congreso y una nueva Constitución, que impulsara la construcción de un nuevo orden político, jurídico y económico en nuestro país. La cuestión de la Presidencia pasaría entonces a segundo plano. Cualquiera que la Convención decidiera llegaría al poder legal con un respaldo popular sin precedentes.La cuestión a resolver, entonces, es la de una coordinación nacional del movimiento de resistencia civil pacífica y la integración de un programa nacional de lucha que entre todos decidan para que entre todos lo apliquen.